Pinceles Verdes
Lugar de poesía y arte
viernes, 4 de abril de 2025
la jaula
miércoles, 2 de abril de 2025
LA FLOR
"mantente locamente enamorado/ porque el amor / es lo único que es", Rumi.
Cuando
ella estaba enamorada
furibunda
copiosa
abundosamente
le
salían a chorros las palabras sin pedirle permiso
incluso
a su pesar
Todo
en ella cantaba y cantaba y lloraba y lloraba
y
bendecía
dos
tres cuatro veces al día ese amor
tan
increíblemente absurdo
Cuando
estaba enamorada, su corazón alibatiente
centuplicaba
su asombro ante las cosas
y
los seres vivos e inanimados
Como
globitos se disparaban sus ideas creativas
y
los cuentos se le armaban solos mientras los iba escribiendo
Todo
parecía una buena broma que afinaba aún más
su
delicada sensibilidad
Como
de un hilito encantado, ella tiraba y salían las sombras
los
devenires mágicos, el éxtasis,
disfrazados
de grillos de la suerte
Y
sin hacer esfuerzo
podía
sentir la vida todo el tiempo
La
emocionaba ver qué sucedía con cada nuevo paso
Y
no había un cansancio ni dos como ahora empieza a haber,
de
pronto…
En
lo irrisorio del tiempo que sucede
está
el miedo, encubierto
a
la muerte de lo amado
a
la repetida sucesión de las distancias
de
los aconteceres, que parecieran no alumbrar ya más nacimientos
en formas adorables de lo inesperado
y lo suficientemente resistentes
como
para que el óxido parezca en ellas una pátina sagrada
o
para que jamás las venza el deseo de escapar
En
esa espera sufre
Mas, sin embargo
se
involucra con algún tejido, alguna brisa
una pequeña primavera
que al menos un ratito
en el latido del instante
será
flor.
sábado, 22 de marzo de 2025
tijeras
No
fuerces al cuerpo a hacer lo que no quiere
Reivindico
este nuevo amor por las tijeras
Me
enamora observar cómo los hilos
se
anudan y desanudan al tejer,
constante, amorosamente
Cortar y
atar. Retomar hebras
extraídas
de otras vidas
y
empalmarlas en un solo objeto
Como
un elogio de lo unido y de lo separado
en
el rincón de las cosas felices
ha
de haber hilos, agujas y tijeras
Louis Aragon: puedo consumirme...
Puedo consumirme todo el infierno del mundo
Nunca perderé la maravilla
Del lenguaje
Nunca me despertaré entre las palabras
Recuerdo el tiempo cuando no sabía leer
Y el rostro del miedo era la alquiladora de sillas en los Campos Elíseos
En casa no había ni electricidad ni teléfono
A la sazón yo prestaba oído a las cosas usuales
Para captar sus conversaciones
Tenía citas con telas destrozadas
Mantenía relaciones con objetos inservibles
No me hubiera dirigido a un guijarro como a un molinillo de café
Inventaba lenguajes extraños a fin
De no comprenderme ya a mí mismo
Ocultaba detrás del armario una correspondencia indescifrable
Todo eso se perdió como un secreto
El día en que aprendí a dibujar pájaros
Quién me devolverá el sentido del misterio
oh quién
Me devolverá la infancia del canto
Cuando la primera frase llegada
Es nueva como un par de guantes
Recuerdo el primer automóvil en la Puerta Maillot
Se tenía que correr para verlo
Era algo así para todo
Me gustaban ciertos nombres de árboles como de niños
Que los gitanos me habrían robado
Me gustaba un frasco por su etiqueta azul
Me gustaba la sal esparcida sobre el vino derramado
Me gustaban con locura las manchas de tinta
Habría dado mi alma por un viejo boleto de Metro
Repetía sin cesar frases oídas
Que nunca tenían para mí el mismo sentido ni el mismo peso
Días enteros se pasaban dedicados a palabras aparentemente insignificantes
Pero sin ellas el centinela me hubiera traspasado con su arma
Oh quien nunca ha cambiado sus ojos por los del espejo
Y pagado el derecho de franquear su sombra con muecas
Aquel no puede comprenderme ni
Se puede guardar un color en su boca
Llevar una ausencia de la mano
Brincar con los pies juntos a las cuatro de la tarde
No usamos la misma jerga
No he olvidado el perfume de la desobediencia
Hasta hoy puedo sentirlo cuando me siento en los bancos
Hasta hoy puedo llamar ' mi querida' a una bicicleta
Para hacer que rabien los transeúntes
No he olvidado el juego de "Sueñe quien Pueda"
Que nadie sino yo ha jugado
No he olvidado el arte de hablar para no ser nada
Bien han podido enseñarme a leer no es cierto
Quien lea lo que leo
He podido vivir como todo el mundo y aun
Haber estado varias veces a punto de morir
No es cierto que todo eso sea un fingimiento
Una especie de huelga de hambre
Hay quien se perfila
Hay el hombre maquinal
Aquel con quien uno se cruza y saluda
El que abre un paraguas
Que vuelve con un pan bajo el brazo
Hay quien se limpia los pies al volver a casa
Hay aquel que soy
Desde luego y que no soy
(traducción de Javier Sologuren, tomado del libro POETAS DEL SURREALISMO, Colección Poesía Mayor, Editorial Leviatán)
viernes, 21 de marzo de 2025
feliz día internacional de la Poesía! en palabras de Eduardo Espósito
"Tal vez la felicidad sea esto: no sentir que debés estar en otro lado, haciendo otra cosa, siendo alguien más". Quizás estas palabras de Isaac Asimov nos estén citando a nosotros, compañeros poetas. De seguro, hemos logrado, -no sin las consabidas renuncias a ciertas distracciones que este sistema ofrece como recompensa a cambio de nuestro servilismo- el equilibro vital, que nos hace "bichos raros" a los ojos de los subyugados. No es el camino espejísmico del éxito ni de la fama, lo sabemos, pero es aquí donde queremos estar. Es aquí donde la vida merece ser vivida. El resto es naufragio o literatura. ¡Feliz Día Mundial de la Poesía para todos y todas!
Hermosas palabras de Eduardo J Espósito, amigo poeta y difusor argentino, que ha dado con ellas para homenajear a la poesía en nosotros.
jueves, 20 de marzo de 2025
Marco Denevi : Los anteojos
-¡Cómo! ¿Salís sin anteojos? –le preguntó la madre, en un tono casi escandalizado, como si le preguntara por qué salía desnuda o algo por el estilo.
La acometió un súbito fastidio, y no contestó.
Bueno, la verdad es que ella misma estaba un poco asustada. Pero si estaba asustada, también estaba decidida.
Y dejó los anteojos en el cajón de la mesita de noche. (Porque si los llevo en la cartera – pensó-, a la primera dificultad me los pongo y ya no podré quitármelos.)
La culpa la tuvieron las amigas con aquella bendita idea de colocarse antifaces para ir al baile del club. Como las cuatro lucían el mismo disfraz (conjunto de manolas andaluzas, decían con cara de desafío a quienes le preguntaban de qué estaban disfrazadas), ella tuvo que acatar la orden.
Pero no podía ponerse el antifaz sobre la armazón de carey, ni menos todavía colocarse el antifaz primero y encima los anteojos. Linda iba a quedar. Así que cuando llegó el momento se quitó los lentes y en su sitio se ajustó el trozo de seda negra.
Por las pequeñas aberturas, cuyos bordes le lastimaban los párpados, no vio sino una bruma luminosa. Después, en la bruma aparecieron formas, borrones coloreados, un desgarramiento de luces.
Todo le resultó irreconocible. Cada línea se multiplicaba, a derecha e izquierda, en otras líneas paralelas. Los colores echaban fuera de sí como un reflejo, como una copia más débil, y en esa urdimbre las cosas rebasaban, desbordaban sus contornos. Las luces eran grandes globos calados y festoneados que se dilataban como corazones arrítmicos, y sobre cuyas superficies pasaban lentas volutas y enjambres de puntos transparentes.
Y ahí fue cuando incurrió en aquel error de raciocinio. Como ella no distinguía claramente nada ni nadie, le pareció que tampoco a ella nadie la veía bien. Le pareció que ella tenía, a los ojos de los demás, la misma irrealidad casi fantasmal con que los otros se le aparecían en medio de la niebla en la que todos navegaban.
Se sintió alegre, ligera, libre. Más que libre, irresponsable. Se sintió exactamente como si hubiese sido invisible y pudiera hacer lo que se le antojase sin que nadie la viera. Y empezó a reír, a arrojar papel picado y a gritar poniendo voz de falsete. Las amigas estaban asombradas. No sabían qué le pasaba a esa muchacha de ordinario tan tímida, tan silenciosa, un poco rara. Cuando la vieron lanzar confetti a la máscara de un muñeco de cartón clavado en una columna y hacer cabriolas en torno de un mozo del bar, se miraron entre ellas, estupefactas. Ninguna pensó en los anteojos. Cayeron en el mismo error que ella, sólo que al revés, si ustedes me entienden.
Hubiera bastado colocarle sobre la nariz los anteojos para que la pobre manola, vuelta al mundo cotidiano (¡Dios mío, ahí está doña Laura cuchicheando, y Fermín me señala con el dedo!), se quedase rígida de vergüenza. Pero como no veía, no la veían, y siguió haciendo locuras.
Un muchacho la sacó a bailar. Bailaron juntos muchas piezas. Cara con cara, ella le distinguía las facciones, correctas, francas, varoniles. Parecía un muchacho sereno y reposado (no es del barrio, nunca lo vi antes), que la miraba con una sonrisa indulgente, así como una persona mayor contempla las travesuras de un niño. Y ella, ceñida por aquellos brazos duros y al mismo tiempo tiernos, sentía ganas de reír, de reír por cualquier cosa.
A las doce todo el mundo se quitó las caretas y antifaces. Ella también. Y él empezó:
-¡Qué ojos tan dulces! ¡Qué ojos puros y hermosos! Y qué ojos esto. Y qué ojos aquello. Y así toda la noche.
Cuando la invitó a tomar algo y se sentaron en un rinconcito del bar, iniciaron una picante conversación sobre los hombres (Ustedes, a través de nosotras se aman a sí mismos, buscan únicamente ejercer sus poderes de conquista) y las mujeres (Le diré: -En el amor el dueño es la mujer y no el hombre. Sí, no se escandalice, mi hermosa española) y sobre el infinito vaivén de sus encuentros y desencuentros. (Lo que ella decía, saben, eran todas aquellas cosas que llevaba ensayadas tantas veces, a solas, mentalmente, pero que jamás, muda tras los enormes anteojos, se había atrevido a decir a nadie y menos a un hombre.)
De pronto él le preguntó:
-¿Por qué entrecierra los párpados? ¿Es corta de vista?
-Un poquito –respondió, con falsa frivolidad.
-Por favor, no me vaya a esconder esos ojos detrás de algunas horribles gafas de solterona.
Los dos rieron. Sólo que ella, cortó la risa y se puso triste. Y entonces fue cuando el muchacho empezó a enamorarse de veras y le dio una cita para la tarde siguiente.
De modo que ahora que ella acudía a esa cita, por nada del mundo iba a aparecérsele con las horribles gafas de solterona escamoteándole el rostro, con aquellos lentes que le sepultaban la mirada en una espiral de anillos, en cuyo fondo los ojos eran dos larvas amorfas.
La distancia que separaba su casa de la estación del subterráneo la recorrió sin dificultades, porque todavía había sol y porque conocía el camino de memoria.
El primer tropiezo lo tuvo en la estación. El sitio estaba mal iluminado, creyó que la escalera terminaba, adelantó el pie como para colocarlo en el suelo, pero faltaban dos escalones; el pie se hundió en un vacío que le pareció un abismo, toda ella vaciló, trastabilló, estuvo a punto de caer.
Algunas personas la miraron. Roja, un poco despeinada, subió al tren y se sentó. Como no podía distinguir los nombres de las estaciones, decidió contarlas. Tenía que bajarse en la octava. Pero al rato dudó de la exactitud de su cuenta, se hizo un ovillo en la cabeza y terminó no sabiendo si andaban por la quinta o por la séptima estación. Optó por pedirle a una señora ubicada a su lado que por favor le avisase cuando llegase a Callao.
-Es la que sigue a Pasteur –le contestó la otra.
¡La que sigue a Pasteur! ¿Sabía ella cuál era Pasteur? Cuando el tren se detuvo en Callao, la señora, viéndola que permanecía sentada, le dio con el codo y le dijo, algo bruscamente:
-Callao.
Se levantó; luchó con una masa de cuerpos, de brazos, de piernas; se halló en medio de un remolino de gente que entraba en el vagón; gritó que la dejaran bajar. Alguien rió. Por fin, zarandeada de aquí para allá, asustada, humillada, la ropa en desorden, logró descender. Se unió a la lenta procesión de pasajeros que, por escaleras interminables, por grandes vestíbulos, por nuevas escaleras, la llevó otra vez hasta la calle, la luz, el sol.
Ahora debía caminar cuatro cuadras y ya estaría en la esquina donde él la esperaba. (En la esquina del Molino, a las seis en punto. ¿Irá? ¿Me promete que sí?
Caminaba lentamente, mirando al suelo. Antes de atravesar cada bocacalle aguardaba a que lo hiciera alguna otra persona. Entonces, pegada casi al desconocido, ajustaba su paso al de éste y así cruzaba la calzada. Pero en Bartolomé Mitre el desconocido resultó ser un jovencito que corría entre los automóviles y los sorteaba ágilmente. Y ella también tuvo que correr como una loca; un guardabarros le rozó el vestido, estallaron bocinazos.
Se detuvo un instante en un portal a arreglarse el pelo y la ropa. El corazón le llenaba todo el pecho de un tumulto sordo.
Llegó a Rivadavia. La esquina de la confitería negreaba de gente. ¿Dónde estaba él? ¿Cómo distinguirlo entre tantos? Seguramente se adelantaría, saldría a su encuentro. Pero nadie se movía. Y ella se acercaba, se acercaba. (¿Qué hago? ¿Sigo caminando? ¿Doy la vuelta manzana?) De pronto creyó reconocerlo. Sí, era aquel de traje oscuro, que fumaba, apoyado en la pared. Fue derecho hacia él, sonriendo. Cuando estuvo a dos pasos de distancia comprobó que se había equivocado. Era un señor de edad que la miraba sorprendido.
Aterrada, no supo qué hacer. Sin dejar de sonreír, con una sonrisa que le dolía en la boca, dio una violenta media vuelta y caminó en cualquier dirección. La dirección la condujo al interior de la confitería. Empujada por un grupo de personas que entraban hablando en voz alta, avanzó. Avanzó, hasta que se encontró frente a una pared. Distinguió una mesita vacía y se sentó. Inmediatamente un mozo se le acercó y, mientras pasaba la servilleta por la mesa, le preguntó:
-¿Qué va a servirse?
¿Qué había hecho? ¿Por qué se había sentado? Ahora debía tomar algo. (Un té con leche. -
¿Solo? –Con masas) y no podía levantarse. Y entretanto, él, afuera, esperándola.
El mozo tardó una eternidad en volver con el té. Cuando se alejó, ella estuvo un rato mirando fijamente, con los ojos entrecerrados, los objetos que el mozo había depositado sobre la mesa. La tetera, la lechera, la bandeja con las masas, y allí algo que brillaba. Un cenicero.
Se sirvió el té y lo bebió rápidamente. El té quemaba. Olvidó las masas. Ahora saldría y volvería a la esquina. ¿Dónde estaba el mozo? Miró a su alrededor, pero no distinguió sino un vasto desorden de líneas inflamadas, colores desgarrados y otra vez los globos de luz que latían como corazones. Se sintió perdida, sumergida en un mundo submarino y hostil, y por una atroz sinestesia, hasta los sonidos le eran indescifrables.
Un hombre de chaqueta blanca pasó a su lado. Lo chistó, pero el hombre no se detuvo. Dos mujeres (¿o eran un hombre y una mujer?) sentadas a una mesa vecina se volvieron a mirarla. Una gota de sudor le corrió por el pómulo. (¡Debo estar espantosa!) Sacó el espejito de la cartera e intentó arreglarse. Tenía la piel húmeda y ardiente.
Transcurrió otro largo rato y el mozo no aparecía. Se decidió a dejar un billete de cinco pesos (¿O será más?) sobre la mesa y se levantó.
¿Dónde quedaba la salida? Ya no recordaba. Caminó al azar, entre las mesas, erguida, fingiendo desesperadamente no sabía qué. Caras algodonosas se alzaban hacia ella y la miraban. Dio varias vueltas. De pronto las mesas ralearon, dejaron sitio a una especie de corredor entre vitrinas. Tomó por allí. ¿Y si se había equivocado otra vez? Se cruzó con dos hombres de blanco que llevaban algo como enormes bandejas sobre la cabeza. (¡Dios mío, estoy yendo hacia el interior de las cocinas!) Al extremo del pasillo una cosa giraba. Un golpe de aire fresco le dio en el rostro. Era la puerta, era la calle.
En la esquina había poca gente. Anochecía. Se quedó un rato de pie, esperando. Quizá él estuviese aún por ahí. Quizá la viese y se acercase. (¡Al fin! Ya no podía más de angustia pensando que no vendría.)
Nadie se acercó.
Preguntó a un hombre qué hora era.
-Las siete y cinco.
Lentamente, mirando bien dónde ponía los pies, comenzó a caminar. Cuando abrió la cartera en busca de las monedas para el subterráneo, se dio cuenta de que había olvidado los guantes en la confitería.
Nadie la vio entrar en su casa. Palpando las paredes como un ciego, llegó hasta su habitación. Sus manos encontraron la llave de luz, el cajón de la mesita, el estuche con los anteojos.
Se los colocó.
Instantáneamente el mundo se ordenó en una geometría lúcida donde ningún muchacho la esperaba.
( interesante el paralelo que puedo encontrar entre este exquisito cuento y "El murciélago rubio", de Holst)
martes, 18 de marzo de 2025
mana: lo que queda vibrando
Si probás a hablar desde quien realmente sos, habrá señales, no esotéricas, sino bien palpables.
Es muy posible que te sientas mejor con quien sos, y eso seguramente te hará hablar de otro modo, sonreír y reír de otro modo, darle seriedad a algunas cosas y quitársela a otras, hacer silencios donde hubo ruidos, y otros tantos sucesos inesperados.
Si hablás de otro modo, las personas con quienes hables te escucharán casi como por primera vez, y si te aceptan, empezarán ellas también a hablarte de otro modo, de otras cosas, de otros silencios… y si no te aceptan, tal vez dejen de hablarte por un tiempo, o más.
Los diálogos con los demás posiblemente refresquen a los demás y a vos, o al menos no hagan daño, o menos, o casi nada.
Y si esmeradamente seguís en el trabajo de los días, y pese a las contingencias que te hagan separarte de los nortes volvés a ellos, verás los frutos.
Y si te desprendés de los resultados posibles, verás que todo tu ser responde a otras leyes o pautas, que respira de otro modo, que toma aire y entiende, de a poco, pero de forma ineludible, que ahí donde tus acciones y palabras se conviertan en arte estará tu legado al mundo, y que aunque no hayas tenido hijos, todo te hereda,- como a todos nosotros -, y que, en algún tiempo de los tiempos, los seres que reciban tu legado y lo usen harán con vos una casa, un jardín, un poema donde la gente que los visite pueda vivir.
el viento
A mis palabras no se las lleva el viento: son pesadas consistentes, eternas, frutos prohibidos de un árbol que no da flores
A mis palabras no se las lleva el viento, pueden doler a mi pesar, o pesar a mi doler, pero no se marchitan
Quedan ahí, incólumes como flores de plástico, pareciera que para toda la vida…
Pero de pronto llega un viento, y las despliega como mariposas y se vuelan
Y si las lastima, sangran, como flores de pétalos jugosos
Las desviste como si fueran sus amantes y quedan al descubierto sus almas de seda, su impulso de nido
A mis palabras no se las lleva el viento: las fecunda
(imagen: pintura de Jeanie Tomanek)
viernes, 7 de marzo de 2025
El camino
Dicen que el tiempo lo cura todo
Todo locura el tiempo, todo delirio
el tiempo anclado, ciego,
aprisionado.
El tiempo sólo, no: la lucidez
La manera de hurgar en recovecos
felices e infelices
El modo de doler y sin embargo
desvelar la patraña, la pegajosa red
de arañas finas.
El tiempo sólo no, sí darse cuenta
-después de mucho andar cargando el alma-
que nada se ve igual después del viaje
Que en el retorno a lo conocido
pocos paisajes resisten ser mirados
desde otro ángulo otra altura otra mirada
Porque no son los años, no,
sino el camino
(fotografía propia)
lunes, 3 de febrero de 2025
M’illumino d’immenso
Cuándo nacerá la luz que está pujando
Cuándo
esa fuerza nueva ese impulso de vida
Ese
buen y necesario olvido
Esa
mujer que espero y que me espera
Cuánto
más llevará desaprender las cosas
que
están atrás del sí, entre la ventana y mis ojos
Descorrer
los fantasmas como una cortina
suavemente
o a los tirones
y
que la luz se haga presente sin más interferencias
Y
por fin me ilumine de infinito