-¡Cómo! ¿Salís sin anteojos? –le preguntó la madre, en un tono casi escandalizado, como si le preguntara por qué salía desnuda o algo por el estilo.
La acometió un súbito fastidio, y no contestó.
Bueno, la verdad es que ella misma estaba un poco asustada. Pero si estaba asustada, también estaba decidida.
Y dejó los anteojos en el cajón de la mesita de noche. (Porque si los llevo en la cartera – pensó-, a la primera dificultad me los pongo y ya no podré quitármelos.)
La culpa la tuvieron las amigas con aquella bendita idea de colocarse antifaces para ir al baile del club. Como las cuatro lucían el mismo disfraz (conjunto de manolas andaluzas, decían con cara de desafío a quienes le preguntaban de qué estaban disfrazadas), ella tuvo que acatar la orden.
Pero no podía ponerse el antifaz sobre la armazón de carey, ni menos todavía colocarse el antifaz primero y encima los anteojos. Linda iba a quedar. Así que cuando llegó el momento se quitó los lentes y en su sitio se ajustó el trozo de seda negra.
Por las pequeñas aberturas, cuyos bordes le lastimaban los párpados, no vio sino una bruma luminosa. Después, en la bruma aparecieron formas, borrones coloreados, un desgarramiento de luces.
Todo le resultó irreconocible. Cada línea se multiplicaba, a derecha e izquierda, en otras líneas paralelas. Los colores echaban fuera de sí como un reflejo, como una copia más débil, y en esa urdimbre las cosas rebasaban, desbordaban sus contornos. Las luces eran grandes globos calados y festoneados que se dilataban como corazones arrítmicos, y sobre cuyas superficies pasaban lentas volutas y enjambres de puntos transparentes.
Y ahí fue cuando incurrió en aquel error de raciocinio. Como ella no distinguía claramente nada ni nadie, le pareció que tampoco a ella nadie la veía bien. Le pareció que ella tenía, a los ojos de los demás, la misma irrealidad casi fantasmal con que los otros se le aparecían en medio de la niebla en la que todos navegaban.
Se sintió alegre, ligera, libre. Más que libre, irresponsable. Se sintió exactamente como si hubiese sido invisible y pudiera hacer lo que se le antojase sin que nadie la viera. Y empezó a reír, a arrojar papel picado y a gritar poniendo voz de falsete. Las amigas estaban asombradas. No sabían qué le pasaba a esa muchacha de ordinario tan tímida, tan silenciosa, un poco rara. Cuando la vieron lanzar confetti a la máscara de un muñeco de cartón clavado en una columna y hacer cabriolas en torno de un mozo del bar, se miraron entre ellas, estupefactas. Ninguna pensó en los anteojos. Cayeron en el mismo error que ella, sólo que al revés, si ustedes me entienden.
Hubiera bastado colocarle sobre la nariz los anteojos para que la pobre manola, vuelta al mundo cotidiano (¡Dios mío, ahí está doña Laura cuchicheando, y Fermín me señala con el dedo!), se quedase rígida de vergüenza. Pero como no veía, no la veían, y siguió haciendo locuras.
Un muchacho la sacó a bailar. Bailaron juntos muchas piezas. Cara con cara, ella le distinguía las facciones, correctas, francas, varoniles. Parecía un muchacho sereno y reposado (no es del barrio, nunca lo vi antes), que la miraba con una sonrisa indulgente, así como una persona mayor contempla las travesuras de un niño. Y ella, ceñida por aquellos brazos duros y al mismo tiempo tiernos, sentía ganas de reír, de reír por cualquier cosa.
A las doce todo el mundo se quitó las caretas y antifaces. Ella también. Y él empezó:
-¡Qué ojos tan dulces! ¡Qué ojos puros y hermosos! Y qué ojos esto. Y qué ojos aquello. Y así toda la noche.
Cuando la invitó a tomar algo y se sentaron en un rinconcito del bar, iniciaron una picante conversación sobre los hombres (Ustedes, a través de nosotras se aman a sí mismos, buscan únicamente ejercer sus poderes de conquista) y las mujeres (Le diré: -En el amor el dueño es la mujer y no el hombre. Sí, no se escandalice, mi hermosa española) y sobre el infinito vaivén de sus encuentros y desencuentros. (Lo que ella decía, saben, eran todas aquellas cosas que llevaba ensayadas tantas veces, a solas, mentalmente, pero que jamás, muda tras los enormes anteojos, se había atrevido a decir a nadie y menos a un hombre.)
De pronto él le preguntó:
-¿Por qué entrecierra los párpados? ¿Es corta de vista?
-Un poquito –respondió, con falsa frivolidad.
-Por favor, no me vaya a esconder esos ojos detrás de algunas horribles gafas de solterona.
Los dos rieron. Sólo que ella, cortó la risa y se puso triste. Y entonces fue cuando el muchacho empezó a enamorarse de veras y le dio una cita para la tarde siguiente.
De modo que ahora que ella acudía a esa cita, por nada del mundo iba a aparecérsele con las horribles gafas de solterona escamoteándole el rostro, con aquellos lentes que le sepultaban la mirada en una espiral de anillos, en cuyo fondo los ojos eran dos larvas amorfas.
La distancia que separaba su casa de la estación del subterráneo la recorrió sin dificultades, porque todavía había sol y porque conocía el camino de memoria.
El primer tropiezo lo tuvo en la estación. El sitio estaba mal iluminado, creyó que la escalera terminaba, adelantó el pie como para colocarlo en el suelo, pero faltaban dos escalones; el pie se hundió en un vacío que le pareció un abismo, toda ella vaciló, trastabilló, estuvo a punto de caer.
Algunas personas la miraron. Roja, un poco despeinada, subió al tren y se sentó. Como no podía distinguir los nombres de las estaciones, decidió contarlas. Tenía que bajarse en la octava. Pero al rato dudó de la exactitud de su cuenta, se hizo un ovillo en la cabeza y terminó no sabiendo si andaban por la quinta o por la séptima estación. Optó por pedirle a una señora ubicada a su lado que por favor le avisase cuando llegase a Callao.
-Es la que sigue a Pasteur –le contestó la otra.
¡La que sigue a Pasteur! ¿Sabía ella cuál era Pasteur? Cuando el tren se detuvo en Callao, la señora, viéndola que permanecía sentada, le dio con el codo y le dijo, algo bruscamente:
-Callao.
Se levantó; luchó con una masa de cuerpos, de brazos, de piernas; se halló en medio de un remolino de gente que entraba en el vagón; gritó que la dejaran bajar. Alguien rió. Por fin, zarandeada de aquí para allá, asustada, humillada, la ropa en desorden, logró descender. Se unió a la lenta procesión de pasajeros que, por escaleras interminables, por grandes vestíbulos, por nuevas escaleras, la llevó otra vez hasta la calle, la luz, el sol.
Ahora debía caminar cuatro cuadras y ya estaría en la esquina donde él la esperaba. (En la esquina del Molino, a las seis en punto. ¿Irá? ¿Me promete que sí?
Caminaba lentamente, mirando al suelo. Antes de atravesar cada bocacalle aguardaba a que lo hiciera alguna otra persona. Entonces, pegada casi al desconocido, ajustaba su paso al de éste y así cruzaba la calzada. Pero en Bartolomé Mitre el desconocido resultó ser un jovencito que corría entre los automóviles y los sorteaba ágilmente. Y ella también tuvo que correr como una loca; un guardabarros le rozó el vestido, estallaron bocinazos.
Se detuvo un instante en un portal a arreglarse el pelo y la ropa. El corazón le llenaba todo el pecho de un tumulto sordo.
Llegó a Rivadavia. La esquina de la confitería negreaba de gente. ¿Dónde estaba él? ¿Cómo distinguirlo entre tantos? Seguramente se adelantaría, saldría a su encuentro. Pero nadie se movía. Y ella se acercaba, se acercaba. (¿Qué hago? ¿Sigo caminando? ¿Doy la vuelta manzana?) De pronto creyó reconocerlo. Sí, era aquel de traje oscuro, que fumaba, apoyado en la pared. Fue derecho hacia él, sonriendo. Cuando estuvo a dos pasos de distancia comprobó que se había equivocado. Era un señor de edad que la miraba sorprendido.
Aterrada, no supo qué hacer. Sin dejar de sonreír, con una sonrisa que le dolía en la boca, dio una violenta media vuelta y caminó en cualquier dirección. La dirección la condujo al interior de la confitería. Empujada por un grupo de personas que entraban hablando en voz alta, avanzó. Avanzó, hasta que se encontró frente a una pared. Distinguió una mesita vacía y se sentó. Inmediatamente un mozo se le acercó y, mientras pasaba la servilleta por la mesa, le preguntó:
-¿Qué va a servirse?
¿Qué había hecho? ¿Por qué se había sentado? Ahora debía tomar algo. (Un té con leche. -
¿Solo? –Con masas) y no podía levantarse. Y entretanto, él, afuera, esperándola.
El mozo tardó una eternidad en volver con el té. Cuando se alejó, ella estuvo un rato mirando fijamente, con los ojos entrecerrados, los objetos que el mozo había depositado sobre la mesa. La tetera, la lechera, la bandeja con las masas, y allí algo que brillaba. Un cenicero.
Se sirvió el té y lo bebió rápidamente. El té quemaba. Olvidó las masas. Ahora saldría y volvería a la esquina. ¿Dónde estaba el mozo? Miró a su alrededor, pero no distinguió sino un vasto desorden de líneas inflamadas, colores desgarrados y otra vez los globos de luz que latían como corazones. Se sintió perdida, sumergida en un mundo submarino y hostil, y por una atroz sinestesia, hasta los sonidos le eran indescifrables.
Un hombre de chaqueta blanca pasó a su lado. Lo chistó, pero el hombre no se detuvo. Dos mujeres (¿o eran un hombre y una mujer?) sentadas a una mesa vecina se volvieron a mirarla. Una gota de sudor le corrió por el pómulo. (¡Debo estar espantosa!) Sacó el espejito de la cartera e intentó arreglarse. Tenía la piel húmeda y ardiente.
Transcurrió otro largo rato y el mozo no aparecía. Se decidió a dejar un billete de cinco pesos (¿O será más?) sobre la mesa y se levantó.
¿Dónde quedaba la salida? Ya no recordaba. Caminó al azar, entre las mesas, erguida, fingiendo desesperadamente no sabía qué. Caras algodonosas se alzaban hacia ella y la miraban. Dio varias vueltas. De pronto las mesas ralearon, dejaron sitio a una especie de corredor entre vitrinas. Tomó por allí. ¿Y si se había equivocado otra vez? Se cruzó con dos hombres de blanco que llevaban algo como enormes bandejas sobre la cabeza. (¡Dios mío, estoy yendo hacia el interior de las cocinas!) Al extremo del pasillo una cosa giraba. Un golpe de aire fresco le dio en el rostro. Era la puerta, era la calle.
En la esquina había poca gente. Anochecía. Se quedó un rato de pie, esperando. Quizá él estuviese aún por ahí. Quizá la viese y se acercase. (¡Al fin! Ya no podía más de angustia pensando que no vendría.)
Nadie se acercó.
Preguntó a un hombre qué hora era.
-Las siete y cinco.
Lentamente, mirando bien dónde ponía los pies, comenzó a caminar. Cuando abrió la cartera en busca de las monedas para el subterráneo, se dio cuenta de que había olvidado los guantes en la confitería.
Nadie la vio entrar en su casa. Palpando las paredes como un ciego, llegó hasta su habitación. Sus manos encontraron la llave de luz, el cajón de la mesita, el estuche con los anteojos.
Se los colocó.
Instantáneamente el mundo se ordenó en una geometría lúcida donde ningún muchacho la esperaba.
( interesante el paralelo que puedo encontrar entre este exquisito cuento y "El murciélago rubio", de Holst)