Una
vez alguien me dijo que las piedras se rompen, se desintegran o se pierden sólo
cuando ya no tienen una función que cumplir en nuestras vidas.
Tal
vez ocurra lo mismo con nosotros, con nuestra función en la vida del mundo, y
eso que llamamos dios, ese conjunto de extrañas fuerzas encontradas, eso que
llamamos misterio, que quizás tenga su alma profunda conectada con lo que
llamamos amor. Y entonces, eso -misterio –dios- amor, nos desconecte de la vida
del mundo, así como la conocemos.
Tal
vez esa maraña de piedras, collares pequeños, ínfimos y gigantescos, en que se
mueven nuestras vidas individuales, esa joyería de finos y torpes engarces
invisibles se mueva, se desintegre, se renueve, se reconfigure.
Tal
vez eso sea un macro espectáculo maravilloso para quien lo mire desde otra
galaxia.
Tal
vez eso emane música, una música infinita, como tantos vislumbramos desde la
música de las esferas y otros sucesos.
Tal
vez la partitura se desenvuelva en el silencio o en lo atronador de una
tormenta celestial.
Entramos
y salimos de la ronda, y luego entramos en otras rondas y danzamos con otros
compañeros otras danzas, es así el juego bailarín de la vida.
Las
piedras nos acompañan desde nuestros bolsillos a transitar la existencia,
acurrucadas dentro de nuestro puño cerrado; y tal vez el enigma encarnado en
esa piedra se resuelva cuando ella ya no esté.
Las
piedras, encontradas o regaladas, son nuestros acompañantes en un camino que se
abre, que infinitamente se abre.
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