Íbamos con Graciela
por la noche de Lobos… ¡Y era tan lindo!
Mi amiga solía tomar
mi pena y sabía disolverla como un caramelo se disuelve en la boca…Yo había
llegado a su casa en busca de paz, como siempre que llegaba a su casa. Y como
siempre, encontraba esa paz en su presencia, entre mates y charlas, y hojas
verdes o marrones del parque de Ciudad Evita.
Una noche habíamos
hecho circular el péndulo entre tres opciones para vacacionar juntas no muchos
días. Salió Lobos a la cabeza. Una y otra vez.
Y allí fuimos,
esotéricamente llevadas, ella, mi amiga la astróloga y yo. Allí teníamos que
ir, ineludiblemente. Un sueño en capelina la esperaba mientras poetizaba en la
orilla sus garzas y pajaritos, sus preguntas naturalistas sin respuesta…A mí me
esperaba el primer animal al que iba a cuidar hasta su partida.
Ella no era muy
noctámbula, más bien todo lo contrario. Pero ambas hacíamos las concesiones
necesarias para que el acampe funcionara.
Yo la llevaba al
puente sobre la laguna a mirar el cielo, y nos sentíamos en Venecia por un
ratito. Ella me inducía a abrir un ojo a las seis de la madrugada para avizorar,
desde el cierre entreabierto de la carpa, una garza posada sobre un arbusto,
para luego seguir durmiendo.
Yo necesitaba el agua
en el cuerpo, nadar o juguetear en esos veinte centímetros de profundidad medio
sucia, y ella se quedaba escribiendo bucólicamente en la orilla. Un día se me
ocurrió invitarla a andar en una de esas lanchas a pedal… ¡turismo aventura
para Graciela, que manoteaba mi mano o el borde de metal como si nos pudiéramos
ahogar en la laguna de Lobos!
Caminábamos… ¡Ella
siempre descubriendo cosas! Una noche había registrado que los botones del
teléfono público del camping estaban despintados, y a la mañana siguiente se
armó de un liquid paper y los corrigió pacientemente uno por uno para que la
gente pudiera marcar en forma correcta.
Yo por ese entonces
andaba deseando tener un marido, un hijo y un perrito, y todos me sugirieron
con buen criterio que empezara por el perrito. Fue así como una de esas noches
de caminar juntas me saltó una perra negrita muy alegre. Me hizo fiestas por un
buen rato, y mientras la acariciaba dije en voz alta: “es ésta”. Luego se alejó
chumbándole a una bicicleta o detrás de un gato, ya no recuerdo bien. Mientras
seguíamos caminando, Graciela me dijo “es un poco bruta…Yo tenía elegida una
más dulce para vos”, a lo que yo respondí: “No: es ésta. Esta perrita me
gusta”.
Al regresar de
nuestra caminata, la perrita negra estaba detrás de la carpa hecha un bollo del
lado en que yo dormía. Graciela sonrió con esa sonrisa tan especial que era
parte infaltable del paisaje de su rostro cotidiano.
Por la mañana la
negrita no hizo más que seguirme: primero a tomar mi cafecito, y luego a
alquilar una bici de esas en que los pies tocan el suelo. Sólo quedaba una y me
animé. ¡Era hermoso para mí volver a andar en bicicleta después de tanto tiempo,
atravesando llanos verdes sin automóviles! Y con mi compinche negra corriendo y
jadeando detrás mío.
Así siguieron las
cosas: yo me paraba, la bichita se paraba. Yo me sentaba, y ella se sentaba. Yo
iba al baño del camping y ella me ubicaba en el inodoro correspondiente. Yo iba
a la laguna y ella me acompañaba y se quedaba esperándome, y cuando salía me
escoltaba hasta la carpa.
Graciela se reía. ¡Vieja
amante de perros y gatos callejeros, a quienes daba hogar en su casa!
Yo quería llevarme a
la pichicha, pero temía por mis cuadros, que les hiciera pis… ¡qué sé yo! ¿Y
tanto tiempo sola? Muchas dudas y mientras tanto, una cadena invisible nos unía
cada vez más.
Un día me dijo Gra:
“Claudita (yo siempre era Claudita para ella) ¿Por qué no hacemos un plan uno?
Si vos te la querés llevar, pero dudás, hagámosla dormir en la carpa y veamos
cómo se porta”. El caso es que salió perfecto, y eso que ni le poníamos comida
aún.
De ahí en más, todo
continuó del mismo modo, y nada hacía salir a la negrita de su modosa forma de
comportarse.
Una noche la invité a
Gra a cenar a una parrilla dentro del camping para celebrar su cumpleaños. La
negrita se coló detrás de nosotras y la hicimos esconder bajo la mesa de donde
no se movió, pero sí se comió gustosamente todos los huesitos de la parrillada
que le fuimos dejando en forma disimulada. ¡Cómo nos reíamos de sólo pensar en
lo que habrán creído los mozos al ver la bandeja sin restos!
La gente de la
entrada ya me preguntaba si me la iba a llevar o no, y hasta me sugerían
nombres: Laguna o Lobita eran los más aceptables. Y un día me decidí: Lobita se
venía a casa.
Y lo anuncié por el
teléfono público recién pintado: mi mamá con un entusiasta ¡me gusta!, y una
amiga querida amiga preocupada por cómo iba a hacer en un ambiente sin balcón.
Nos pasó a buscar en
remis el entonces yerno de Graciela y llegamos a destino.
La Lobi se había
revolcado en un esqueleto de pescado y olía pésimo, y yo me había insolado. Así
que primero la bañé a ella y luego a mí, y a dormir.
Fue ese el comienzo
de un largo, largo romance entre mi pequeña Lobita y yo, pero ese ya sería otro
cuento.
Sólo sentir aquí en
el pecho el inmenso orgullo de haber sido elegida por un animal al que no
compré: me compró ella a mí.
Tan solo cinco días de
camping en la laguna de Lobos en un verano que no fue capillense, que no fue de
vacaciones largas, pero sí entrañables.
No siempre es largo y
caro lo que nos hace felices. A veces, con poco alcanza.
Poco, como el perfume
concentrado de las esencias florales, caricias morochitas en las noches
perrunas, y la luna en el puente oprimiendo el click de la máquina de fotos que
no llevamos, sacando la postal del para siempre.
(2020)
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