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sábado, 16 de abril de 2022

LECCIONES DE PINTURA



Yo te enseñé a pintar de grande, entre narraciones de libros, e imágenes poéticas.

Te enseñé a pintar, y en ese enseñarte hubo una complicidad casi inmediata que nos unió en amistad privilegiada, en clases que terminaban con invitaciones a cenar menjunjes exquisitos, a improvisar salidas al cine, en las que podías usar yoguins sin temer que la omnipresente mirada de tu viejo atentara contra el buen momento exigiéndote recorrer el centro de noche vestida de gala.

Enseñar a pintar cuando los padres, aún con sus mejores intenciones, han hecho cosas tales como vender un piano o romper los dibujos de la infancia, es reconquistar un mundo. El mismo mundo que deseaba filosofía donde nadie podía entender la falta de pragmatismo a la hora de evaluar lo redituable como parámetro para la vida. Entonces ahí estaba yo, como garante de lo estrambótico que amenazaba todas las decisiones que tu alma deseaba tomar, y que nada o muy poco tenían en común con el juego de muebles, de vajilla, la ropa elegante, las carreras prestigiosas, o los muchachos carilindos y bien parados en el stablishment, con autos de marcas reconocibles y demás pantomimas de la existencia.

Cioran y Nietzche no pegaban ni con cola en este escenario prefigurado en que yo sí encajaba, como encajaban nuestros diálogos extendidos de alma a alma en las noches diversas que nos vieron ser en esa época que funda las relaciones, y que se constituye en el paraíso inicial que las sustentará siempre, aún más allá del tiempo-espacio en que los vínculos se atrevan a frecuentar la realidad.

Aprendiste que el color también te gustaba, que podías hacerlo tuyo. 

Y vos me enseñaste que la gratuidad es condición de existencia de cualquier dar, y que por eso no se cobra. Nunca.

Todo eso quedó inscripto, como me gusta decir, en el libro de la vida.

Tal vez enseñarle a pintar a una niña exhausta de cumplir mandatos ajenos, de dividirse en roles, de no tener tiempo para preguntarse más quién se es, de aceptar el cansancio crónico como único reparo frente a lo obligatorio, haya sido algo desafiante para que se pudiera sostener en el espacio- tiempo de una mujer que asumió ciertos contratos en el mundo.

Tal vez el alma niña de esa mujer, generosa y profunda, haya necesitado una pausa, sí, para hallar en algún momento el deseo de volverse a encontrar con lo amputado, de atravesar la calle del silencio hacia la vereda en que el sol tiene aroma a verdad, a tibieza, a silencio compinche, a libertad de elegirse a pesar de la veta que a uno le han implantado y, -en el movimiento magno de elevar la cara al cielo-, volver a respirar hacia el lado en que al olor de la flor se le olvida la flor.

(a D. B.)

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