Visitantes cósmicos de buena voluntad,sean bienvenidos a este lugarcito que albergará poemas, pinturas y toditas cosas que habitan mi alma...


sábado, 16 de abril de 2022

AHHH! ESTE MUNDO TAN CORRECTO!


Entre ayer y hoy nomás me tocó presenciar tres escenas: en el canil, una muchacha dueña de una perrita muy simpática que empezó a subirse al banco en el que estaba sentada para saludarme, se disculpó por la “invasividad” de su perra. Después del canil, cuando salía del supermercado, la cajera, -contemplando a un bebé de días que estaba llorando sostenido en los brazos de su papá-, exclamó “¡qué manipulador que es!” cuando por fin el papi lo miró a los ojitos y le dispensó unas caricias. Hoy, nuevamente en el canil, el muchacho que lleva los tres labradores, le dice fuerte a uno de ellos: “¡Dejá esos celos maniáticos!”.

Y la verdad es que, más allá de las buenas intenciones con que se dicen estas cosas, creo que estamos super tomados por la proliferación del léxico psi, y digo proliferación como sinónimo de uso indiscriminado, que antes era una cuestión muy propia de los argentinos, y que ahora parece una pandemia. Algo así como una patologización de la vida. 

Está claro que lo anterior, o sea, la justificación de cualquier cosa, no era bueno, pero tampoco me lo parece la problematización de casi todo como remedio casero y mal aplicado.

Porque además todos sabemos de todo. Web mediante, uno va al canil y se encuentra con que cada dueño es un experto en conducta animal. Y del mismo modo casi todo el mundo es experto en música, educación , arte, diagnósticos del manual ese de psiquiatría cuyas siglas renuncio a recordar, banderas rojas anti-psicópatas, etc.

Y repito: está bueno, muy bueno, saber algunas cosas. Y también es cierto que cuando las palabras se instalan, es difícil destronarlas. Pero creo que deberíamos hacer un uso advertido de ciertas palabras, no un uso creído y engreído. No sea cosa que erremos en el diagnóstico y le pongamos un chaleco de fuerza a la persona equivocada, o que mandemos a la mamá del bebé manipulador a psicoterapia por vínculo codependiente, o que la palabra “invasivo” termine invadiéndonos, reemplazando cualquier matiz de la afectividad humana que se podría denominar con más propiedad si uno dijera por ejemplo: “¡qué mimosa que es mi perra! ¡qué sociable!”. O incluso “¡ Qué pegota!”. ¡Y ni qué decir de la peligrosidad de un labrador con celos patológicos!

Por no dejarnos abusar, terminamos algunas veces abusando: de los límites exagerados, de los conflictos innecesarios, de las palabras cuyo significado no dominamos, de las lecturas erróneas de la conducta por lo general ajena, como también abusamos de los anglicismos, de las recetas para la felicidad, de las etiquetas nuevas aptas para no-etiquetadores, del concepto de merecimiento propio y toxicidad ajena, de la prudencia cómoda, de las excusas para no involucrarnos con otros, de las excusas para no involucrarnos con nosotros mismos a la hora de dejarnos ser. 

Abusamos de las palabras, y del cortex, abusamos de nuestra libertad cuando le agregamos la pretensión de autosuficiencia, abusamos de la paciencia ajena y de la impaciencia propia, de la negligencia con que solemos ponderar las circunstancias de los demás y la complacencia con la que tomamos las nuestras. 

Pareciera que todos sabemos qué es un duelo, cuánto dura y cómo acompañarlo, todos sabemos los límites entre lo patológico y lo normal, hablamos del amor como maestros y terminamos rajando como cobardes, convertimos en apego todo lo que no encaja en satisfacción mutua al cien por cien, como si ésta fuera posible. Abusamos de la exigencia hacia la vida, abusamos de lo que “esperamos” del otro y de la vida en general, y también de lo que esperamos de nosotros mismos, y terminamos exhaustos, víctimas de estrés con terror a llorar o decir lo que nos aflige porque si lo hiciéramos encima de todo estaríamos “victimizándonos”. 

Abusamos de la expectativa de un placer puro, de una correspondencia amorosa o amistosa plena de toda plenitud, pero por supuesto con una intensidad bien intensa en algún lado que nos guste, pero no tan intensa como para que nos perturbe ni un poquito, que para eso ya alcanza con nosotros.

Queremos una intensidad light, que no nos afecte, que no nos comprometa, que no haga mal al hígado.

De hecho la palabra “intensidad” ya se ha convertido en un término elegante de decirle al otro que es un pesado.

No creo que nos favorezca el asesinato del lenguaje coloquial para designar las emociones variopintas que nos han acompañado desde que el mundo es mundo.

Las adjetivaciones variadas suelen ser más bonitas y salubres, y creo que es un buen hábito de vida empezar a reemplazar tanto diagnóstico suelto por un lenguaje más cariñoso con nuestra tantas veces tierna y maravillosa imperfección. 

Recuerdo la anécdota de una amiga sobre la reacción de su sobrina al enterarse de que Papá Noel no existía, y que eran los padres. Le dijo. "Tía, después de un rato me di cuenta de cuánto nos deben querer para hacernos regalos sin decir que son de ellos".

Esa mirada calificadora, que reconoce lo que es donación en donde otros hubieran señalado la frustración, creo que nos hace mucha falta. Quizás aceptar al cien por ciento la manera de mirar que se nos propone, implique que a veces nos estemos perdiendo de algo hermoso.

Salute a la barra, vermú con papas fritas, y a seguir trabajando.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario