En el rioba no se miente tanto como
en otros sitios.
Vos vas al canil y sos simplemente
uno más que saca a pasear al perro.
A la gente le importa dos belines
qué profesión tenés, cuánto estudio o dinero se te adivina, y tal vez estén más
pendientes de tu cara, de tu edad, o de tus canas.
Te tratarán indiferenciadamente como
señor, señora, o pibe, y te darán los años que quieran; nada o muy poco tendrán
para disimular en cuanto a su opinión respecto de los políticos de turno, y se
abrirán a confesar sus impúdicos prejuicios mucho más que si estuvieran dentro
de una escuela, de un consultorio o de una empresa.
Nadie tiene más imagen que defender allí
que la de padre, madre, ciudadano que paga sus impuestos, jubilado sin guita o
pibe que se hace unos mangos extra paseando canes después de trabajar de
lava-copas.
Ser la dueña de Manchita o el papá
de Bacán, saber si los susodichos se encuentran bien alimentados o tuvieron
algún problema de salud, es lo que cuenta. También empiezan de a poco, a tener
importancia nuestras penurias y devenires existenciales, siempre hasta donde
nos animemos o creamos pertinente compartirlos en ese ámbito de vecindad sin
filtros.
Y si un día no tenemos ganas de
conversar, basta un gesto y sentarnos en el banco de la otra punta
para que nadie nos jorobe.
En el canil se abandonan el pasado y
los lastres con mucha más facilidad, caben algunas mentirillas históricas que
nadie irá a cotejar con la realidad a ningún lado, no hay quien pueda hacer
comparecer a pariente alguno ante el tribunal de la verdad, y alcanza, -y mucho-,
con la experiencia cotidiana de ver desmejorado a Fulano, o preocuparse porque
Zutana no fue hoy, y tal vez pueda estar enferma.
O sea, que parecer nada más que una
señora, puede convertirse en la excusa perfecta para dejar de ser la secretaria,
la psicóloga, la profesora o la artista, y mejor excusa aún para abandonar el
personaje de cualquier historia familiar, o un amor de tinte trágico.
Se muestran más claras las
oscuridades, las desprolijidades propias y ajenas, sobre todo si se trata de
omitir limpieza de los excrementos caninos. Las fronteras estrictas entre el
bien y el mal, esas que enarbolamos con palabras pomposas ante cofrades, aquí
se desparraman en un ying y un yang bastante más diverso, como la manera en que
el excremento y el pasto se confunden, y al mirar el árbol dejan de importar.
Después de ver cómo esa buena mujer
que le lleva golosinas a todos los perros profiere amparada por su edad
epítetos tan políticamente incorrectos como gorda, mogólica o descerebrada sin
que se acabe el mundo, de escuchar cómo el amable señor con el que compartimos
algunas charlas interesantes sobre literatura manifiesta su voluntad de votar a
quien no votaríamos ni mamados; o de que el papá humano de la perra que más
juega con la nuestra, confiese su ferviente confianza en la literalidad de las sagradas
escrituras…nos quedamos.
Con ellos, sí, con esa gente tan poco distinguida que también verá nuestra sombra al irnos, y hablará y pensará de nosotros cosas que no sé si nos gustaría admitir.
¿Será que el amor por los perros es más importante como señal correcta ante la vida que la portación de léxico específico? ¿O que la solidaridad indiscriminada ante la dificultad de cualquiera de nosotros, simples vecinos recurrentes, es más elocuente que las torpezas de la palabra y sus poses?
Nos quedamos porque nos tenemos mucho cariño, aunque de eso no hablemos.
El suficiente como para saludarnos estruendosamente de vereda a vereda, ofrecernos dinero si estamos en un aprieto, y celebrar los cumpleaños en la franja horaria en que en canil nos junta.
Así, sin rimel, ni títulos, ni honores poéticos, profesionales, ni de
ninguna índole, sin saber nada de qué hace el otro en la cama además de dormir,
ni con quién la comparte, y que no importe.
Al canil se entra después de atravesar dos
puertas en las que se va dejando el personaje anterior para ponernos este otro,
quizás más parecido a nuestra forma cuando nos despertamos. La cara lavada del
corazón propio y ajeno deja ver con más facilidad qué es auténtico y qué no,
cómo se asoma la ternura a los gestos, sin distinción de credos ni de razas: lo
demás, como diría una amiga, “mucho gre gre para decir Gregorio”.
Por eso, en el canil se dice
Gregorio, de una, y en voz bien alta.
Yo soy, se dice. Y si ladro y no
muerdo, dame la pata de una vez.
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