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jueves, 28 de septiembre de 2023

Decir Gregorio

En el rioba no se miente tanto como en otros sitios.

Vos vas al canil y sos simplemente uno más que saca a pasear al perro.

A la gente le importa dos belines qué profesión tenés, cuánto estudio o dinero se te adivina, y tal vez estén más pendientes de tu cara, de tu edad, o de tus canas.

Te tratarán indiferenciadamente como señor, señora, o pibe, y te darán los años que quieran; nada o muy poco tendrán para disimular en cuanto a su opinión respecto de los políticos de turno, y se abrirán a confesar sus impúdicos prejuicios mucho más que si estuvieran dentro de una escuela, de un consultorio o de una empresa.

Nadie tiene más imagen que defender allí que la de padre, madre, ciudadano que paga sus impuestos, jubilado sin guita o pibe que se hace unos mangos extra paseando canes después de trabajar de lava-copas.

Ser la dueña de Manchita o el papá de Bacán, saber si los susodichos se encuentran bien alimentados o tuvieron algún problema de salud, es lo que cuenta. También empiezan de a poco, a tener importancia nuestras penurias y devenires existenciales, siempre hasta donde nos animemos o creamos pertinente compartirlos en ese ámbito de vecindad sin filtros.

Y si un día no tenemos ganas de conversar, basta un gesto y sentarnos en el banco de la otra punta para que nadie nos jorobe.

En el canil se abandonan el pasado y los lastres con mucha más facilidad, caben algunas mentirillas históricas que nadie irá a cotejar con la realidad a ningún lado, no hay quien pueda hacer comparecer a pariente alguno ante el tribunal de la verdad, y alcanza, -y mucho-, con la experiencia cotidiana de ver desmejorado a Fulano, o preocuparse porque Zutana no fue hoy, y tal vez pueda estar enferma.

O sea, que parecer nada más que una señora, puede convertirse en la excusa perfecta para dejar de ser la secretaria, la psicóloga, la profesora o la artista, y mejor excusa aún para abandonar el personaje de cualquier historia familiar, o un amor de tinte trágico.

Se muestran más claras las oscuridades, las desprolijidades propias y ajenas, sobre todo si se trata de omitir limpieza de los excrementos caninos. Las fronteras estrictas entre el bien y el mal, esas que enarbolamos con palabras pomposas ante cofrades, aquí se desparraman en un ying y un yang bastante más diverso, como la manera en que el excremento y el pasto se confunden, y al mirar el árbol dejan de importar.

Después de ver cómo esa buena mujer que le lleva golosinas a todos los perros profiere amparada por su edad epítetos tan políticamente incorrectos como gorda, mogólica o descerebrada sin que se acabe el mundo, de escuchar cómo el amable señor con el que compartimos algunas charlas interesantes sobre literatura manifiesta su voluntad de votar a quien no votaríamos ni mamados; o de que el papá humano de la perra que más juega con la nuestra, confiese su ferviente confianza en la literalidad de las sagradas escrituras…nos quedamos.

Con ellos, sí, con esa gente tan poco distinguida que también verá nuestra sombra al irnos, y hablará y pensará de nosotros cosas que no sé si nos gustaría admitir. 

¿Será que el amor por los perros es más importante como señal correcta ante la vida que la portación de léxico específico? ¿O que la solidaridad indiscriminada ante la dificultad de cualquiera de nosotros, simples vecinos recurrentes, es más elocuente que las torpezas de la palabra y sus poses?

Nos quedamos porque nos tenemos mucho cariño, aunque de eso no hablemos.

El suficiente como para saludarnos estruendosamente de vereda a vereda, ofrecernos dinero si estamos en un aprieto, y celebrar los cumpleaños en la franja horaria en que en canil nos junta. 

Así, sin rimel, ni títulos, ni honores poéticos, profesionales, ni de ninguna índole, sin saber nada de qué hace el otro en la cama además de dormir, ni con quién la comparte, y que no importe.

Al canil se entra después de atravesar dos puertas en las que se va dejando el personaje anterior para ponernos este otro, quizás más parecido a nuestra forma cuando nos despertamos. La cara lavada del corazón propio y ajeno deja ver con más facilidad qué es auténtico y qué no, cómo se asoma la ternura a los gestos, sin distinción de credos ni de razas: lo demás, como diría una amiga, “mucho gre gre para decir Gregorio”.

Por eso, en el canil se dice Gregorio, de una, y en voz bien alta.

Yo soy, se dice. Y si ladro y no muerdo, dame la pata de una vez.


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