Hoy es día de cosas fallidas. O al menos así me parece.
Después de evitar la hora del sol por las quemaduras
de ayer, visité el mar ya casi al atardecer. Había un hombre que mientras
preparaba la pesca, conversaba animadamente en la orilla con una mujer. La
escena me gustaba mucho y quise tomar una foto, pero justo al enfocar entra un
ciclista atravesando el cuadro. Hubiera sido una foto perfecta, pero vacilé, y
el dedo apretó segundos más tarde, y quedó movida, sin gracia. Trunca.
Lo fallido, la indecisión cuando hay que agarrar un panadero demasiado al vuelo y demasiado alto.
Una torta de frutilla que no está demasiado sabrosa, comida frente al mar en el restó-bar de un balneario caro, en el que no cenaría nunca, de no ser porque me empeñé en volver a ver salir la luna. Lo de anoche fue maravilloso, sólo que esta vez quiero repetir la escena desde el comienzo, porque ayer ya estaba alta cuando llegué.
Hoy está nublado y no creo que se la vea, me
dice la camarera tras comentarle mi propósito; pena que ya he comido, y por mucha
más plata de la necesaria. Todo por no hacer a tiempo de ir al centro.
Hoy
es día de cosas fallidas. También a la mañana pasó lo del matrimonio con la
hija. Me los crucé en el desayuno. La mujer tiene una mirada horrible que pasea
de arriba abajo por las personas, con desprecio. La vi hacerlo con una de las
empleadas del hotel, y hoy lo hizo conmigo, y después de saludarme le musitó
algo por lo bajo al marido.
El
marido,- ese “ser que ronca”, como él mismo se describe-, se sienta aparte, y a
veces elige quedarse cuando ellas van a la playa; ese tipo que a simple vista
da una impresión de viejo resignado, de persona de la que sólo pueden esperarse
el ronquido, la gordura, o algún comentario chistoso y algo comedido…Bueno, ese
hombre, a consecuencia de la charla que tuvimos en el micro de ida, me resultó
de pronto el más interesante del conjunto. Alguien que aprecia el cine, que
hace maquetas y disfruta con sencillez de las conversaciones, opacado u
opacándose voluntariamente … ¡vaya uno a saber!
Siendo
ya las diez y cinco, me acerco por fin al mar con la ilusión apagada. Hoy es
día de cosas fallidas, y seguro que la luna ni aparece. “Tanto preparativo para
nada”, diría la Walsh, y yo frente al mar sintiendo mucha agua por dentro
mientras espero a una luna que no sale.
Dos
potencias se saludan, me digo, pensando en el mar y la luna, esas dos tremendas
inmensidades. Nada muy original. Un poco alejada, una muchacha escribe en su
celular. Está sentada sola. Me pregunto si esperará lo mismo.
Y
de pronto: ¡Pluc! ¡Sale! Ya asoma el arco superior la luna naranja sobre la
plenitud grisácea del mar, y yo soy feliz como una niña a quien Papá Noel le
cumplió el deseo. Me acerco lo más rápido que puedo a la orilla, y a sabiendas
de la ridiculez de todos nuestros celulares intentando capturar lo imposible,
hago lo propio, y me tomo entre tanto momentos de pura contemplación. La luna
llena está ahí, apenas menguada, con su cara indescifrable por los siglos de los siglos,
que ahora se vuelve un punto pixelado en la cámara de mi celular, mientras
observo a mi alrededor.
Por buenos e importantes motivos, posiblemente, la chica sigue ensimismada mirando hacia abajo, hacia la luz que sale de su falda, y mientras tanto, por la orilla pasa un flaco corriendo con la mirada fija en la muñeca del cronómetro.
Por
detrás, ella sube y sube, bastante rápido. Luego llega una familia, una madre
con su hija y la nieta.
Les
ofrezco sacarles una foto juntas, y la hija me explica que su cámara
tiene activado el “modo noche”. Mientras me explica cómo hacer, se ríe de mi
emoción cuando le digo que pagué una fortuna por esperar a la luna, y que me salió
con rima. Y entonces me ofrece sacarme una foto con su cámara, porque va a
salir mejor.
Una
pareja en estado pletórico también se va acercando, conmovidos los dos, y él
dice: “¡que se vayan todos a Brasil, nomás! ¡Mirá esto, por favor!” Y entonces,
juntos observamos cómo ahora se esconde tras una nube negra que la va
cubriendo. Negro y naranja, como para un cuadro de Kandinsky o de Klimt.
Quiero
aparentar que estoy bromeando cuando les digo que somos del mismo club, del
club de los que miran salir a la luna. Sonríen. Pero en el fondo no bromeo:
quiero creer que formo parte de esa gente atípica e inclasificable que guglea
el horario, o que de cachilete se aviva y corre a mirarla. Y entonces saco una
foto de los cuantos que vamos siendo. Me emociona mirar en la oscuridad y descubrir que somos mucho más que dos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario