Acabo de llegar y sí, estoy enlentecida, pero mucho, es decir mucho más de lo que ya estaba antes de irme a Jujuy.
No sé si es el ritmo natural que adopté allí, o si se trata de un efecto colateral de haber padecido lo que técnicamente se intitula “mal de altura”, más coloquialmente llamado “apunamiento”, y dicho como vulgarmente se lo nombra por estos lares, “te dio la puna”.
Cuestión que no es tan sencilla como parece: podés ser una incomprendida extraterrestre incluso entre jujeños nativos o por opción.
Y es que, mientras que vos sentís literalmente que das un paso y te falta el aire como si hubieras escalado una montaña, la mayor parte de la gente, -locales y visitantes experimentados-, te va a indicar con su mejor buena voluntad que masques coca, que chupes caramelos de coca, que bebas té de coca, que camines muy lento, que comas liviano, y que no seas espamentosa.
Insistís en contarles que no tenés prejuicios con las hojas de coca, y les mostrás el botiquín telúrico que llevás en el morralito, les decís que estuviste mascando todo el día y tuviste que ir al hospital, y te miran raro nomás.
Lo cierto es que no todos comprenden o pasaron por esa sensación difícil.Que no es descompostura, ni ganas de vomitar, ni mareo, ni náuseas, ni mal humor, no: vos morís de ganas de ser como los demás, porque en esto sí te importa. Tenés unas ganas bárbaras de ir al Hornocal y ver semejante sinfonía de colores, pero resulta que estás apenas mil metros más abajo que eso, y ya te sentís agonizante.
Un simpático médico humahuaqueño llamado Javier se pone una sonrisa inmensa mientras te dice “¿te vas a volver a Buenos Aires y perderte de todo esto sólo por no poder ir al Hornocal?” y le respondés a plena sonrisa vos también, que no, que ni loca, que disfrutarás al mango de lo que puedas. Encima es de los pocos que no te han llamado “señora”, así que tenés ganas de levantarle un monumento cuando te explica que te va a poner oxígeno, que estás por debajo de la oxigenación normal para Humahuaca, pero que no estás grave, que la presión está apenitas más alta por el esfuerzo cardíaco, pero que ha visto casos mucho peores. Que te controles todos los días presión y oxigenación, -cosa que en vacaciones, y en pleno rebrote de covid no te gusta ni un poquito-, y que te mandes a mudar un poco más abajo, por lo que anticipás un poquito la estadía en Tilcara.
Antes de ir para Tilcara, hablás con el muy jujeño dueño del hostel donde estás parando, el cual, como para dejarte más tranquila, te dice que ha habido gente a la que le ha hecho peor bajar la altura, con lo cual el rostro se te demuda, pero recordás la imagen del colibrí cometa que acabás de ver hace un rato, y te serenás. Aunque sigas sintiendo que sos una vieja de porquería, incomprendida y fuera de estado físico, y que nadie se anima a decírtelo en la cara por piedad.
Él a su vez se da cuenta de que metió la pata, y te cuenta que hasta los jugadores de fútbol se apunan y tienen que suspender el partido, y que uno de sus mejores amigos la primera vez que lo visitó se quedó el noventa por ciento del tiempo tirado en una cama y maldiciendo la Quebrada a la vez que jurando no volver nunca más, y es el mismo hombre que hoy en día lo visita dos veces por año.
Y entonces suspirás aliviada. Según Enrique la puna es así, nunca sabés si te va a tocar a vos, ni cuándo. Depende de muchos factores, incluso emocionales, insinúa.
Cuando llegás a Tilcara te sentís plena, y hasta te permitís caminar rapidito porque estás contenta y ni te das cuenta, y creés que ya pasó todo. Pero no. Un buen día, -sumado al sol que decidió salir con tutti-, vuelve el apune, y tenés que pasar de vuelta por el hospital. Pero esta vez la oxigenación da bien y la presión no hay quien te la tome, así que te las tomás vos, y te resignás a que ese paso lento y el cuidado con el astro rey y la altura han de ser tus constantes. Al menos en este viaje, porque volver, vas a volver.
El caso es que mientras el bueno de Javier te dice que por más que masques coca, la agitación no cede demasiado, que las hojitas son más bien para otro tipo de malestar, todo el mundo te sigue mirando raro, te imagina hipertensa o cardíaca; y aunque les digas que no, que te operaste y que el electro daba bien, igual un dejo de desconfianza se deja ver en esa gente que, -sea que esté emocionalmente medio jodida o no-, el caso es que fue a las Salinas Grandes, al Paseo de las Señoritas, y a cuanto lugar alto y envericuetado se te ocurra, a pleno sol, caminando grácilmente y con cara de felicidad.
Una de esas tardes te vas a un lugar al que le tenés ganas. A Maimará, donde se halla el cerro “Paleta del pintor”, y en el camino el chofer de remis que te acerca, -Julio, tan nativo como todos los demás-, confirma la hipótesis del señor humahuaqueño y agrega que si él mismo sube dos mil metros más de lo acostumbrado, también se apuna, y que apunarse realmente alude más a la agitación que a todo el resto de los síntomas, con lo cual vuelvo a sentirme más tranquila, más que nada por la comprensión.
Me deja junto a un puente grande, para que lo cruce sola. Llego del otro lado, y por sugerencia de Julio me fijo en un caminito de piedras que si uno lo sigue, va atravesando el cerro dándole la vuelta por arriba. Hay gente que hace esto casi a diario, y me imagino lo que se debe sentir al estar metido de cuerpo entero en el trance del sol y los colores, y las horas inmensas y silenciosas desgranándose en el alma, y cuando vuelvo tarareo “Piedra y camino” de Yupanqui entre jadeos, como si la entendiera por primera vez.
Al llegar, me muestra un mirador con un Cristo en lo alto. Hay bastante viento. Subo hacia él y mientras voy subiendo miro esos colores a los que no hay cámara fotográfica que les pueda hacer justicia, y por primera vez en todo el viaje lloro, mucho, sin poder poner palabras ni sentido a mi llanto, más que la emoción desbordante de dar fe de esa belleza, de ser un ser humano más al que se le llenan de agua los ojos al mirar mirando, sintiendo todo eso frente a uno, y el viento, y andá a saber qué más, tal vez un cachito de pena.
Me anduvo rondando Federico con su romance de la pena negra, con esa pena de los gitanos, “pena limpia y siempre sola” que les permite vivir, que no les impide reír tampoco según nos cuenta en una de sus magníficas conferencias. Lorca y Yupanqui, el gitano y el indio coya: seres de la tierra profunda, como nosotros también, gringos locos apunados, apenados, alegres, victoriosos.
Años atrás, cruzar un puente sin miedo, sin acompañantes, viajar en avión de madrugada y en pleno rebrote de covid, desafiar la angustia de la falta de aire con un celular que casi no funcionara, hubiera sido impensable. El pánico severo, como la puna, es también algo bastante incomprensible cuando el que lo siente es otro, y no uno.
Tarda en llegar y al final hay recompensa, dice la canción. Y la recompensa es ésta, esta libertad, este coraje lindo del que no se alardea, ese que tanto costó no digo “construir”, sino más bien descubrir, quitarle capas y capas al miedo y todo lo demás, hasta llegar a esa pepita de oro que te dice: “si te vas a morir, que sea mirando el cerro Fuji y de repente”, o que te cante: “es mi destino piedra y camino / de un sueño lejano y bello, viday /soy peregrino” … Y un eco de Lorca que remata con esa voz que llevás grabada desde tu infancia diciendo “ay, pena de cauce oculto, y madrugada remota”, mientras un colibrí refulgente se deja mirar como un Adonis de jardín, y te recuerda que estás viva, por fin, intensamente viva.
(Maimará, Cerro Paleta del pintor, enero de 2022)
(imágenes tomadas desde Maimará, Cerro Paleta del pintor, enero de 2022)
Lindooo Clau! Excelente relato, gracias por compartir tus vivencias. La pucha que tenés varias conquistas para celebrar! 👏👏👏🌹🌹🌹
ResponderBorrargraciasssss!!! Serás Alejandra??? intuyo que sí, pero bueno, seas quien seas, GRACIASSSSS!!! Así es. un abrazo
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