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sábado, 30 de abril de 2022

Soltar, soltarse, desprenderse

 



Ese moderno imperativo de soltar,  casi siempre nos deja pensando en liberarnos de una carga relacionada con el peso de otro.


Un peso no deseado.


Liberarnos del otro.


Pienso en quien tiene su mano apretando el cuello de otra persona: ¡¡¡ soltá!!! Se le grita: ¡¡Soltá por favor ese cuello, deja vivir al otro!!


Soltá el látigo con que pegas al otro.


Soltá también el látigo con que te pegás.


Soltá el control. No lo tenés de todos modos,  aunque creas que sí lo tenés.


¿De qué nos desprendemos entonces?


La vida es quien obra, no nosotros.


Podemos y debemos intervenir en la obra, claro. Pero ¿hasta dónde? 


Hasta donde llega la extensión de tu brazo y nadie lo toma. Hasta donde eso sucede muchas veces y no cambia. Hasta donde nuestra palabra no es eficaz. Hasta donde nuestro amor no es convocante.


Hasta el límite en que hacer más sería un camino inútil,  un cuello al que ahorcamos, propio o ajeno,  una piel que castigamos severamente, propia o ajena.


No soltamos al otro. No nos libramos del otro.


Nos soltamos nosotros de la rama.


Nos desprendemos de eso que, o nos agarra dañinamente y nos lastima,  o no nos agarra para nada.


Nos desprendemos como una hoja seca.


Nos desprendemos como un panadero alegre en el vientito, y nos dejamos ser, en la esperanza de transformarnos en deseo para alguien que nos quiera agarrar bien.



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