Hubo un día en que me bañé entre las estrellas. Era la noche de un día que fue maravilloso. Camping libre, el temido camping libre, fue una experiencia mágica.
El calor había sido
tan intenso como para no moverse del río durante el día. No era el Calabalumba
sino el Quilpo. Por la noche, Nadia y Daniel, -ya secos-, tomaban mate, y los
tres esperamos que saliera la luna, que por fin y lento salió de ahí, desde
atrás del monte donde se esconde, brillando tanto...
Única noche que
íbamos a pasar allí... Me asomé a la orilla del río y vi todas las estrellas
sumergidas iluminando desde abajo. Ni por todo el oro del mundo iba a dejar de
sumergirme también en ese sueño. Y nadé entre luces y no lo olvidaré jamás.
El único registro
fotográfico es mi esperanza.
***
Hoy biodancé. Meses
que no lo hacía. Y nos miramos todos por el zoom, como siempre...Sólo que hacía
tiempo que no me miraba mirar, y me gusté. Bailamos, nos dejamos pasar dentro
del alma desde las miradas, y en otro ejercicio danzamos imaginando que lo
hacíamos con nuestros seres queridos, siempre enviando una energía dulce. Danzar en la frescura. Descansar el alma en
un lugar a salvo. Un lugar sin palabras, por fin sin palabras.
***
Hay momentos de tan
intensa plenitud...Basta un recuerdo, alimentarse de él sin buscarlo...Recordar
por ejemplo a ese primo querido que hoy se está curando en otro mar. Recordar
la pureza de su alma. O escuchar una música que vaya uno a saber por qué
convoca lágrimas sagradas porque no traen congoja sino cosas de un reino
inefable, como tocar un árbol, o acariciar un pétalo... Nada que venga a
rellenar de teoría el sentir. Como mirar hondo. También al biodanzar aprendí
esto de ponerse las manos en el pecho cuando de algo sagrado se trata, una
emoción sincera, o de hablarle a alguien apoyando la mano en el lugar de su
corazón. Y recordé a mamá en el hospital cuando no se le entendía lo que
hablaba pero si le tomaba la mano, sonreía. A veces hay un todo emocionado que
se mueve en nosotros a favor de la felicidad.
***
Raras veces vi una
víbora: una, fue con Nina de pequeña volviendo de la Toma...se nos cruzó en el
camino. La segunda vez estaba yo sola cerca del río acostada en la tierra y una
mujer que pasaba me avisó de la tremenda yarará que se deslizaba lentamente a
un metro más o menos... ¡gracias que iba para el lado que se alejaba de mi
cuerpo!...Pero fue lindo verla, muy lindo.
Veranos después,
muchos veranos después, andando sola desde el río al Faldeo, agarré el camino
de vuelta de la Toma justo a la hora de los colibríes, la hora del silencio
dorado en el monte... y mientras disfrutaba del espectáculo imaginaba a las
víboras que en sus cuevitas estarían esperando que nos fuéramos para salir a
hacer su vida.
Esa mañana, después
de bañarme en el río cuajado de estrellas poco después de despertar, pasó un
pichón de víbora a centímetros de mis pies, entre mate y mate, y luego volvió a
hacer el mismo recorrido pero inverso.
***
Nadie que cantara
zambas como él. Nunca. En el silencio que dejan los fogones de tanto en tanto
de pronto se alza su voz, la de un ser tímido y profundo. Rompe el aire y se
rompe mientras la de los mineros suena o la del ángel... La zamba se desgarra,
late, se desanuda...Vuela en su voz y vuelve al silencio de un hombre tímido
que bebe, y sólo canta cuando brota.
***
Cuando empecé a
viajar a Capilla en serio, solía sentir en esta misma habitación que hoy habito
el murmullo del río en la ventana, como si estuviera invitándome a concurrir a
una fiesta que me esperaba lejos pero fiel, una fiesta enguitarrada y
salvajemente dulce. Nunca supe de dónde salen los genes que no se explican por
mi sangre, esos que desesperan de chacarera y se suman a un coro loco que le
aúlla a la luna aunque no haya, al río aunque esté seco, a la piedra aunque no
hable o tal vez, porque no habla.
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