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jueves, 24 de febrero de 2022

UN MAL DÍA


Esa tarde Mariela se había arreglado bien, como para salir. Se maquilló un poco más que lo habitual los ojos y los labios, y se puso un pantalón y una blusa muy sentadores que hacía tiempo no usaba, y que aún le calzaban. Se estrenó un par de zapatos en desuso que le había regalado una amiga pero que estaban nuevos, y salió rumbo a sí misma, hacia algún lugar, no importaba cuál. En el camino se detuvo en una sucursal de esas cadenas de farmacias que tienen de todo y aprovechó los probadores de perfumes caros para llenarse de aromas franceses las muñecas y el cuello.

Quería que no se notara en su cara el cansancio y la amargura, pero más que eso deseaba pasar un momento agradable, despejarse de sus recuerdos. 

Después de caminar un buen rato, entró al shopping, y antes de sentarse en el café pasó por el baño.

Estaba un poco descompuesta, como cada vez que Ignacio se despachaba con sus bromas estúpidas, y esta vez le había dolido en particular que la tratara de gorda, una vez más, después de explicarle por vez número cien que eso le molestaba. Tener que soportar su risa socarrona, saber que no era un mal tipo, y sin embargo no tolerarlo más, no aguantar quedarse en esa casa que ella sostenía con tantas dificultades, mientras él no hacía nada por conseguir un trabajo a sus casi cuarenta, como ella, que no hacía otra cosa que buscarle la vuelta a todo para poder seguir adelante.

El caso es que aunque su cabeza andaba por esos derroteros, el botón del baño no funcionaba. Ella era auxiliar de limpieza en una escuela , y sabía lo que costaba mantener limpio un baño, pero no tenía otra opción que dejar así todo, cerrar la tapa del inodoro y tratar de que los papeles usados al menos cupieran en el tacho.

Cuando salió del baño se chocó con una mujer que estaba desesperada por pasar así que salió con rapidez, y se dirigió al café, en donde tomó asiento esperando que la atendieran.

Cuando Laura abrió la tapa del inodoro casi muere del asco pero no tuvo más remedio que orinar encima de todos esos excrementos que la mujer había dejado. Estaba apuradísima, la encabritaba observar que se presentaban cada vez más seguido esas ganas desesperantes y súbitas de hacer pis, y lamentó tener que hacerlo en esas condiciones. No podía creer que una mujer cuarentona que dejaba una estela de perfume francés tras de sí pudiera haber dejado el baño en semejante estado. Sólo quería irse de allí y ni bien logró lavarse las manos, fue hacia el café del shopping.

Lo único que pretendía era despejarse, y no acordarse de Javier por un rato. No pedía mucho, sólo un rato. Saberlo preso, con seis abusadores más en la misma celda casi ínfima, sin poder alimentarse dignamente y tomando agua contaminada con la misma mierda que acababa de ver en el inodoro no era algo con lo que sintiera que pudiera convivir por mucho tiempo más sin enloquecer. Ya estaba grande, y sus casi setenta no habían siquiera imaginado tener que enfrentar así como estaban, hipertensos e insomnes, una desgracia familiar más entre las muchas que había padecido. Su hijo, difamado por su propia suegra, que simplemente estaba encubriendo al marido. Su hijo, corriendo el riesgo de ser violado, él que no mataba ni a una mosca, por una denuncia de abuso agravada que no había cometido.

En el café Mariela y Laura cruzaron un par de veces sus miradas. Mientras Mariela tenía la suya perdida, sumida como estaba en las cavilaciones respecto de continuar o no con su marido, Laura la miró con un dejo de desprecio. Ya ambas habían llamado al mozo, un pibe bastante joven que miraba poco hacia el salón, y bastante hacia abajo. 

Laura seguía ojeando a Mariela. Seguro que se trataba de una muchacha bien de Recoleta, que olía a perfumes caros y se daba el gusto de dejar todo sucio en un baño público que limpiaba otro, otro que bien podría haber sido su hijo, cómo no.

Jerónimo las había observado, y quería acudir al llamado, pero no podía. El jefe le había pedido que se ocupara del baño de mujeres, porque el depósito no andaba bien.

Cuando llegó balde en mano tuvo que contener su asco y limpiar. No era plomero, sólo mozo. Y ya se sentía sobrepasado. 

El diagnóstico había sido tardío, pero suficiente para explicarle al mundo sus dificultades de años, el bulling, el desprecio de todos, y tal vez hasta el abandono de Mariana, quien no le permitía ver a la nena. 

¿Cuánto tiempo había pasado ya? No recordaba, tenía dificultades para recordar con precisión los lapsos de tiempo. Era parte del Asperger. 

Suerte que su vieja lo bancaba, y sus compañeros del club. Le dolía tanto no ver a la nena. A él le gustaba decir que ella era su mejor creación, y mostrar fotos de los dos juntos a sus amigos nuevos. No le quedaban casi otros amigos que esos, los nuevos. 

Poca gente lo trataba bien, y a menos que fuera sobre deporte o música que eran los temas que lo apasionaban, él tenía mucho miedo de hablar porque justamente hablar era lo que le traía más problemas en esta vida. 

Después de limpiar el baño, atendió a las dos mujeres, las cuales habían pedido café, sólo que una en jarrito y la otra, uno doble cortado.

Sin darse cuenta, invirtió los pedidos. Y cuando fue a servirles, empezó por Laura, a quien le entregó el jarrito en vez del doble cortado.

Jerónimo estaba colapsado, ya no daba más, y encima casi al final de su jornada laboral, así que cuando Laura le reclamó, en un tono altivo y malhumorado, se le escapó una puteada.

 -¿Ves que sos un maleducado? Yo no entiendo: ¡los que tendrían que estar presos están lo más panchos, atendiendo así a la gente! ¿Cómo es esto?

Jerónimo se sintió extremadamente mal, pero guardó silencio.

-Yo te pedí un café doble cortado, no uno en jarrito, continuó en voz muy alta Laura.

Ahí intervino Mariela desde la otra mesa, y dijo alzando la voz como para que escucharan ambos

-¡El jarrito lo pedí yo! Exclamó haciendo señas, así la ubicaban rápidamente y quedaba el asunto resuelto.

Jerónimo tembló. Sintió mucha rabia súbita y casi no la podía controlar. Tomó la bandeja con el jarrito, y cuando lo iba a depositar sobre la mesa de Mariela, se le volcó.

Mariela gritó, mezcla de susto y quemazón, y fue ahí cuando Jerónimo se descontroló y le gritó a su vez que era una gorda de mierda.

Mariela se puso a llorar, no era capaz de decir nada.

Laura llamó al jefe de personal del bar y después de quejarse por escrito,  se fue sin pagar.

Al retirarse pasó al lado de Mariela y la miró con un gesto despreciativo.

Cuando Jerónimo se dio cuenta de que la mujer estaba llorando, fue hacia ella a disculparse, pero no sabía qué decirle. ¿Qué le iba a decir? ¿Que padecía de algo que a veces lo hacía descontrolar si su nivel de estrés se saturaba? 

-Fue sin querer, le dijo.

Mariela, mirándolo a los ojos fijamente, con los suyos que parecían querer salirse de las órbitas, le dijo con una voz que parecía un gruñido:

-pero ¿por qué no se van al carajo todos ustedes? ¿No tienen nada mejor que hacer que atacar a la gente que los trata bien? ¿Por qué no te quejás de la mina ésta que te mandó al frente con tu jefe, eh? ¡Me venís a decir gorda a mí, como si vos te creyeras Brad Pitt, pibe!

- Dejá, le dijo Jerónimo, yo te pago otro. Y se retiró con andar lento y mirando hacia el piso.

Y mientras Laura caminaba hacia su casa enfurecida con el mundo, odiando a las mujeres con aromas franceses que no saben limpiar su propia mierda a la vez que recordaba a Javier en medio del infierno, Mariela, confusamente pudo atisbar en Jerónimo algo que le resultó raro, algo que le parecía una extrañísima combinación de brutalidad y delicadeza, que le movía internamente una ternura inesperada, y que era algo parecido a lo que venía esperando infructuosamente de Ignacio. Y es que este pibe que no daba la sensación de tener todos los patitos en fila, sin embargo podía disculparse y reparar.

Le dejó propina, se limpió con una servilleta los dos ojos, y se puso de pie.




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