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sábado, 16 de abril de 2022

EL CANIL




Desde que llegó Mar a mi vida hubo un cambio radical en mi terapia: ahora hago todos los días. Una hora, sí. Pero en el canil.

Todo lo que al principio me asustaba un poco ya tiene categoría de familia.

Sé que al abrir el primer portón habrá que cerrarlo antes de abrir el segundo para evitar los escapes de los perros, y que luego irán llegando de a poco los personajes que pueblan ese rinconcito.

Probablemente la primera en llegar sea la señora que siempre se queda mucho tiempo y que yo inicialmente creí dueña de su perra, ya grande. Sin embargo trabaja desde hace años de paseadora. De esa única perrita, a la que vio crecer.

Probablemente luego llegue la imponente Silvana con su manada de perros estrambóticamente divinos: a la cabeza, Tony, apelado vulgarmente “el padre Grassi” por su manía incurable de montarse todo bicho perruno que ande suelto por el canil. Este epíteto desopilante repetido a los gritos me ha hecho desternillar de risa desde el primer momento. 

También Napoleón resultó ser uno de los miembros de la manada que más pude conocer desde un comienzo porque adoptó la costumbre de sentarse junto a mí, pero casi siempre de espaldas y apoyando su pesado trasero de animal de cincuenta kilos sobre mi modesta cartera, y para variar, dejó clueca la funda de uno de mis pares de anteojos, esos que siempre pagan el pato, por lo cual ya aprendí a ponerla del otro lado del banco.


Dentro del espacio del canil hay un árbol. Antes había tierra, luego lo cementaron por completo, pero por suerte respetaron al arbolito, que resultó ser ni más ni menos que una morera.

Mi vista suele regodearse en esas cosas: siempre mirando jugar a los perros, volar a las palomas, y moverse la luz entre las ramas de los árboles.

Pasó mucho pero mucho tiempo hasta que empezara a socializar con los humanos que se reúnen en el canil. En parte por el miedo a los contagios en toda la época brava del covid, y en otra parte bastante influyente, por mi propia necesidad de silencio, de abstracción de diálogo, de contemplación, y también de aprendizaje del mundo perruno, que tan fascinante empezó a resultarme más allá de mi afecto por Mar, y mi especial atención hacia ella.

Los nombres de las personas que me he cruzado se me van enseguida de la mente, y hasta a veces el hecho de habérmelos cruzado, aunque ellos sí puedan recordarme y sobre todo a Mar.

La señora Clara, a la que aludí al comienzo la llama “la alegría del vivir”, porque cuando Mar llega, se detona un movimiento de casi todos los perros que se encontraban en quietud o semi quietud, que terminan siendo arrastrados por la velocidad de mi perra, que los corre, los invita a jugar o los torea.

Muy “intensa” Mar por cierto, como ya le han dicho. Gruñe, muerde patas, arrincona perritos más pequeños. Y cuando la reto un poco, y la llamo unos minutos, al volverla a soltar contemplo perpleja y divertida cómo esos mismos perritos presuntamente “hostigados” la buscan para seguir jugando.

Y es que es eso lo que me maravilla: las dimensiones que para ellos toma la palabra JUEGO. Jugar es esencial, morderse suavemente, gruñirse, provocarse, defenderse, atacar, acechar, y trenzarse en lides que parecen violentas para nuestras miradas tan poco salvajes y estrechas. Ellos tienen otras maneras de comunicarse, no se espantan de lo que nosotros sí, y sus límites son los justos y necesarios para garantizar que el juego continúe.

A veces pienso que si se tratara de nosotros, ya habríamos interrumpido juegos maravillosos a los dos minutos. Sin embargo ellos no.

Tampoco sirvo para retener nombres de perritos, excepto unos pocos que ya van quedando en mi memoria, porque han tenido alta frecuentación con Mar. Por ejemplo Ron, cuya dueña, -además de ser sumamente simpática y abierta-, señaló que era difícil de olvidar la dupla de nombres porque Mar y Ron forman la palabra Marrón.

Ron ha jugado mucho con todos los pichichos incluida ella, pero tuvo un mal incidente en el que salió mordido feo por uno de esos perros que clavan el diente y que debieran tener por parte de los paseadores un doble cuidado, o un bozal puesto. Como resultado de este episodio que no me tocó ver, Ron faltó algunos días al canil, ya que tenía mucho miedo. Pero por suerte, y por tener una buena dueña, pudo remontar la mala experiencia y hoy retoza nuevamente entre sus congéneres con alegría.

Hubo otra conexión semántica inolvidable que se dio entre Mar y un morocho de su misma estatura con quien hizo más que buenas migas, y cuyo nombre, inolvidablemente era Caribe. Hasta ahora esas aguas no se han vuelto a encontrar, tal vez por la franja horaria que frecuentamos, pero no faltará ocasión.

También es muy graciosa Pandora, perrita muy sociable y pequeña, de esas que parecen choricitos mínimos, y que técnicamente creo que son bull dog franceses según me han dicho. Aunque quede exhausta, Pandora siempre corre a la par de Mar, que es una Forrest Gump de alta velocidad, terminando literalmente con la lengua afuera.

Hay personajes humanos y perrunos de toda índole, incluidas nosotras.

Paseadores y dueños variopintos, simpáticos y antipáticos, atentos y desatentos, algunos medio milicos, y otros laxos en demasía, flacos, altos, gordos, viejos y jóvenes.

Napo chico, es un perrito cachorro gris con manchas blancas que hace poco empezó a venir y juega mucho con Mar. Ella se abusa un poco, y le muerde la pata, lo hostiga, le gruñe en el cuello y yo le llamo la atención, sólo que al volverla a soltar es Napo quien la busca. El dueño de Napo también es un hombre sabio que le festeja los límites a su cachorro, como cuando, -ya harto-, le muerde el moflete a Mar para llamarla a sosiego. Otras veces es ella la que le muerde el moflete a algún perrete más grande, como forma de incitarlo a jugar, o bien como límite si se pasa de rosca.

Es un placer asistir a ese paisaje aparentemente siempre igual y a la vez tan cambiante.

La morera y las palomas ocupan un lugar destacado. A veces ellas arrancan vuelo, y las escucho tan solo porque están detrás de mí y siento el viento que dejan en mi espalda, mientras que la morera me recuerda la tierra cordobesa, y la zamba que lleva su nombre.

Mi mirada suele abstraerse tanto al rayo de sol como en los días nublados y hasta un poco lluviosos en los que no hemos dejado de ir.

Mabel, a quien desde hace rato reconozco por su nombre, es la mujer que va sólo a mirar jugar a los perros. Ella evoca a sus dos perritas ya en el cielo, como dice, mientras disfruta del espectáculo del perrerío jugando como si fuera una niña. Y se ríe.

Yo saludo a la muchachada, y cierro primero el cerrojo de metal, y luego el segundo cerrojo, antes de irme.

Se parece tanto a lo que se nos enseña en biodanza: si salgo de la ronda, uno primero las dos manos que dejo sueltas.





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