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miércoles, 20 de abril de 2022

EL CORAZÓN DE UN GIRASOL


Hay días en que las cosas se van dando dulcemente, como dulce es el corazón de un girasol. Antes no se veían girasoles en los puestos de flores, pero ahora sí. Observado de cerca, el centro de un girasol es de un marrón profundo y cálido, que invita a entrar en él, rodeado de una corona de pétalos amarillos anaranjados, que acentúan esa calidez y esa alegría, la energía que transmite.

Hace poco compré uno, y también un nardo, flor cuyo perfume me fascina desde siempre. Hice una inversión en alegría. Desde entonces Mar observa que cuando llego a casa huelo el nardo y saludo a ambos, así que se los presento: éste es el señor girasol, Mar, y este otro, el nardo. Y ella los mira atentamente, como mira todo lo que le llama la atención, sensible a todos los estímulos sensoriales. Ella se mira en el espejo de casa, y se ladra, cambia de posición y se vuelve a ladrar, y se asombra, como se asombró al escuchar mis chas chas jujeñas por primera vez, o como se sigue sorprendiendo cada vez que saco mi guitarra aunque la conozca, aunque ya me haya visto tocarla en muchas ocasiones; se acerca y chupa las cuerdas, aunque cada vez menos necesita hacer esto. En cambio, cada vez más presta atención a lo que suena, a lo que sale de mi voz o de la guitarra. Del mismo modo, registra la importancia de nuevos seres, como el nardo, el girasol o el potus, y festeja intensamente las presencias humanas que entran y salen de este hábitat.

Mar es dulce como el corazón del girasol. Y hay días así. En que no hace falta más que ella y yo para hacer un buen sábado, días en que necesito llegar a casa sólo para estar conmigo. Días en que la soledad es fiesta y se celebra. Esos días suele pasar que todo se desencadene fácil y suavemente. No hay que pensar nada, porque las cosas se piensan por sí mismas. 

Me pongo a caminar como esta tarde, por ejemplo, por lugares desacostumbrados, y voy llegando a esquinas impensadas que sin embargo recuerdo claramente, porque, sin ayuda de la memoria artificial de los celulares ni necesidad de preguntar a nadie dónde estoy exactamente, hay algo en mí que está seguro de que se trata de tal o cual esquina en donde hace años sucedió un encuentro significativo, y me sorprendo de mí misma como se sorprende Mar. 

Y es que me asombra comprobar que mi memoria emotiva, -por darle a esto que me sucede un nombre que se usa en el teatro y que no sé si alude a lo mismo-, sea tan pero tan precisa. 

Sigo caminando y me apuesto a que esa otra esquina fue donde ocurrió esa otra cosa y es así, lo corroboro ni bien veo el nombre de la calle o el dato que me faltaba para la certeza que ya tenía, yo que tan carente de certezas he vivido. 

Y no es que sea cuestión de hacer un himno a la certeza, porque mal usada puede ser un arma de doble filo, y la duda, por mala prensa que tenga, nos preserva de la soberbia, la arrogancia y otros males mayores. 

Pero en este tiempo personal, esas certezas con las que puedo conectar son una fiesta para mí.

Hay cosas que experimento y que no podré probar nunca, y, sin embargo, a riesgo de equivocarme, siento que sé. 

Me alegra darme cuenta de que no hace falta hacer esfuerzo alguno para recordar con tal exactitud vivencias a las que tal vez sería imposible llegar si nos propusiéramos hacerlo deliberadamente. Algo así como si en vez de usar la memoria racional para buscar un objeto que no encontramos, recurriéramos a esa otra memoria poética, por llamarla de algún modo. Respirar, ubicarnos en el centro de la habitación, y ver para dónde nos movemos sin permiso de nuestra consciencia. Seguramente hallaremos el camino casi enseguida. Una memoria corporal, intuitiva, que surge cuando se abandona uno a la evidencia de que nuestro cuerpo puede pensar por sí mismo y resolver incógnitas sin auxiliares lógicos.

Volviendo a esta tarde, mientras sigo con mi experimento de andar a la alegre deriva, ocurre que me encuentro con un puesto de flores en el que hay girasoles. El viejo amigo de Mar tuvo dos semanas de vida plena, pero ya hace unos días comenzó a morir y secarse. Entonces invertí nuevamente en uno, y justo al llegar a la esquina siguiente me pareció recordar que los colectivos que pasaban por ahí me dejaban en casa, y efectivamente así era. 

Corrí tras uno, girasol en mano, y el chofer me esperó, cosa que agradecí. Ni bien pagué el viaje, una muchacha que iba sentada adelante se sintió llamada a elogiar la belleza de mi girasol, sorprendida, -como yo-, de que pudiera conseguirse ahora en los puestos de flores. Me contó entusiasmada que su mamá le había regalado varios, y que al plantarlos salían flores enormes, más altas que ella, y que se las podía ver girar con la luz. Sólo era cuestión de dejarlos unos tres días en agua, esperar a que sacaran algo de raíz y ahí pasarlos a la tierra. Sentí que mis ojos se estaban desbordando de sus cuencas cuando le dije que por ahora serían alegría de florero pero que, más adelante, cuando tuviera jardín, haría eso que ella me indicaba.

Llegué a casa feliz. Hoy todo fluyó fácil y dulcemente como la miel, como el néctar de una flor, como Mar y su ternura, como el corazón de un girasol conmoviendo al mundo en una tarde de otoño. 

Y es que a veces en la vida, es dentro de ese corazón oscuro y profundo, -cálido como el de un girasol-, donde se encuentran las semillas de nuestros sueños. 


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