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viernes, 1 de abril de 2022

MÁS O MENOS ASÍ



Me compro un libro. “Elogio del riesgo” de Anne Dufourmantelle, filósofa y psicoanalista francesa, nacida en el mismo año que yo, sólo que ella murió hace pocos años. De su existencia me entero a través de una publicación de instagram. Sigo la frase que me impulsa a leerla, la busco y la encuentro en una página de venta de libros, y finalmente lo encargo.

Me cuenta mi amiga D., lectora incansable, que esa página no es recomendable, y lo constato cuando me terminan sometiendo a una espera excesiva, y parece que el libro no llega más. Gracias a una encuesta de calidad en la que pude expresar mi disconformidad, se apuran y como fruto de este periplo llega el libro a mi casa, con gran alegría de mi corazón, hace un par de días.

Lo llevo al Boa, -mi escuela querida-, para festejar con mis amigos de la Biblioteca: D. piropea la edición y luego pasa el libro a manos de E. que colabora con la piropeada elogiando el papel. E. también remarca lo infrecuente de la tipografía y el color de la letra, que no es negro, sino un sepia ligeramente más rojizo; algo así, -pienso yo-, como el color de la tierra misionera. Todos éstos, detalles en los que yo no hubiera reparado; o al menos mi yo consciente, ya que los venía gozando desde el vamos, pero sin darme cuenta. Todo este revuelo de contentura hace a la cosa, es decir, a la lectura de mi libro.

Antes de comprarlo investigué un poco sobre la autora: fue entonces que me enteré de algo inéditamente hermoso, y congruente con el título de su libro: Anne Dufourmantelle murió arriesgando su vida por unos niños que se estaban ahogando, nadando en unas aguas que no habían demostrado nunca su peligrosidad. Eran hijos de una pareja amiga que compartía con ella una temporada. Logró salvarlos, y cuando la rescataron llegó a preguntar si estaban vivos y a enterarse de que lo estaban antes de morir ella, ahogada en aguas que conocía, inusualmente embravecidas.

No escribe en forma críptica, cosa que viniendo de una psicoanalista es mucho decir; y aunque a veces se enrede un poco, su escritura llega, al menos a mí.

Después de la ceremonia de bienvenida, empecé a leerlo a la noche tarde, sabiendo que no disponía de demasiado tiempo porque al día siguiente, la mañana me reclamaba en el trabajo. Empezamos bien, muy bien, me dije al hallar esas marcas de coincidencia profunda, esas que no son meros frutos del intelecto sino testimonios de la vida vivida en la que uno se reconoce. Me fascinó encontrar a alguien que hablara del tiempo kairós, y que describiera tan bien la experiencia común del riesgo tomado, que cuando es asumido y vivido ilumina no sólo hacia adelante, sino también hacia atrás.

Mucho podría hablar de lo poco que leí hasta ahora, pero no es mi propósito hoy. Pensé incluso que este libro podría complementar muy bien al de Pema Chodrön, “Cuando todo se derrumba”. Y anoche, tras comentar todo este elogioso recorrido lector a mis amigos del rincón bibliotecario, y después de haber recomendado efusivamente su lectura a mi psicoanalista, leí un ratito más: algo me decepcionó un poco. Ciertos puntos de vista que empezaron a sonar demasiado intelectualizados, quizás. 

Pienso seguir leyéndolo, apasionadamente, pues aunque hubiera querido que lo jugoso sin tregua continuara, ignoro lo que sigue, y el conjunto amerita con contundencia que deje mis pequeños reparos en remojo y disfrute tanto de las coincidencias como de las disidencias, que tal vez mañana no sean tales. También eso es un riesgo.

Y de pronto me vinieron ganas de escribir acerca de estas cuestiones cuando me observé leyendo el origen de la edición, cosa que en otro momento no hubiera hecho, creo que en una especie de homenaje a la delectación de mis compañeros. Me sonreí: nunca sé nada, más que el hambre con que devoro lo que me atrae. No sé qué pasa en la televisión porque no tengo, desconozco muchas de las muchísimas cosas que el resto de la gente conoce. Conozco otras que muchos desconocen. Admiro el amor a esos detalles entrañables que tienen mis amigos de la Biblioteca, pero no lo cultivo de ese modo, me gusta que así sea, que seamos tan distintos todos.

Pienso en mi vida, en mi infancia y adolescencia, y viene a mi recuerdo un poster que me regaló una compañera de grupo de terapia a mis catorce más o menos y que decía “la vida es una osada aventura, o no es nada”; y la imagen era la de un niño muy pequeño metiéndose dentro de un caño grande, a curiosear. Por supuesto que fue un regalo dedicado intencionadamente a quien yo era entonces.

Pienso en mi vida, y veo las múltiples aventuras en las que por suerte me embarqué, en las mil vidas que tengo para contar, y en las ganas de estar, quizás sin darme cuenta, empezando la mil uno. Pienso en los veinte años de mi alma y los cincuentitantos de mis rodillas, en hace cuánto que me jubilé de la duda obsesiva, en lo reciente de mi ejercicio en lo que Anne Dufourmantelle describe como el movimiento inverso a la neurosis: el salto. Hacer del riesgo no una ocasión de muerte sino una forma de abandonar la muerte en vida que implican todos los modos de creer que sabemos lo que no sabemos. Honrar el riesgo de estar vivo que sólo los vivos corremos, como bien apunta.

Pensaba también qué hago yo con este libro entre mis manos, éste y no otro, ahora, y no antes. Imagino un lector inventado que tal vez no hubiera movido ningún resorte para que la espera se acortara, otro lector inventado que podría estar recogiendo un sentido absolutamente distinto en las palabras de la autora, o que a la primera de cambio rechazara sus planteos, sólo por no haberlos vivido, o por sus prejuicios, y dejara el libro en un estante, olvidado por siempre. Pensaba en un lector imaginario que tal vez retomara ese libro que dejó olvidado en el estante diez años después diciendo “¡Ahhh!” frente a lo que antes frunció el ceño. Descubriendo las palabras en las que no había reparado diez años atrás. Otro lector imaginario que decidiera regalarlo. Y otro que lo tomara, para leerlo en el momento justo.

Pensaba en la canción de Silvio Rodriguez, “El necio”, que en algún momento me identificaba y hoy no, y, sin embargo, esa frase, ésa y no otra: “yo me muero como viví”, sí me sigue identificando, lo mismo que a Anne. Pero en la profunda diferencia que implica morir neciamente anclado en una creencia, a morir en riesgo, ya que el riesgo es contingencia permanente, sorpresa, asombro, entrega a lo inesperado, falta de cálculo, y sobre todo amor, esa aventura mayor, tal como la describe la autora, que marca una profundísima diferencia entre inmolarse y arriesgar la vida, entre depender como un hecho vergonzante y depender como un hecho intrínseco a la experiencia amatoria en todos sus formatos. Depender como riesgo.


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