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domingo, 3 de abril de 2022

MAR Y LOS ANTEOJOS




Ya a esta altura del partido, sé bastante bien las costumbres de Mar cuando no estoy. Sé con qué cosas se va a meter y con cuáles no. Esto es lo que podría haber afirmado con mucha seguridad hasta el lunes a la noche.

Es que a ella siempre le llamaron la atención mis anteojos, y ya dos veces se metió con ellos. La primera, fue sólo con el marco de metal que quedó enrulado y pinchudo, pero dejando intactos los vidrios. Sólo que como en realidad esos lentes ya no me estaban sirviendo, fui al oculista, y con la nueva receta me hice dos pares, uno de lejos y otro de cerca, con marco de acrílico, y ambos pares cada uno a su tiempo, corrieron la misma suerte. Esa vez, ella se limitó a desprender los cristales del marco mientras me los mostraba dentro de su boquita, como quien sabe lo que está haciendo, y hasta pude salvar uno de ambos.

Pero el lunes estuve más distraída que lo habitual, y me olvidé de meter en mi bolsito el par de anteojos para ver de lejos. Los había lavado y quedaron en otra parte, ni siquiera en el lugar alto en que los pongo habitualmente. 

Ya en viaje a mi trabajo me di cuenta de la falta, pero me dije: Mar no se metió ninguna de las dos veces con los vidrios, en eso puedo estar tranquila. Suerte que los de cerca los llevé, porque sin ellos no vivo. Si faltan los de lejos, veo a la gente medio borrosa, pero pueden esperar un poco.

Al volver encontré los pedazos de vidrio dispersos, y con faltantes, lo mismo que el marco de acrílico, y entré en pánico. Gugleé a las apuradas y encontré lo que de algún modo tenía oido : darles fibra, para envolver el vidrio y proteger el aparato digestivo del impacto. Pencas de acelga, algodones remojados en queso crema o queso fresco, vaselina para que todo corra…Y de ahí en más llamadas en horario inapropiado, casi trasnoche, recomendaciones de salir a comprar cosas que no tenía en la heladera, mi vecina dándome un pedazo de queso fresco, yo corriendo a farmacity para comprar la vaselina, una señora en la cola que me dejó pasar antes, la solidaridad de la veterinaria que había atendido a mi Lobi y que también me atendió por teléfono mientras daba un curso por zoom, e impidió que fuera a una guardia porque si la hacían vomitar se podía lastimar el esófago de yapa. Y esperar. Y rezar.

Mar se comió con total agrado las tiras de algodón lleno de queso y esperamos: todo transcurrió con normalidad.

Sin embargo algo del orden del horror se apoderó de mí antes de ese momento de relativa calma. La sensación de ser tomada por una desesperación que hacía rato no reconocía en mi cuerpo ni en mi alma, el terror de que Mar se muriera, la culpa por no haberme vuelto del trabajo, por no haberme dado cuenta de que podía pasar algo peligroso, la sensación de todo lo mucho que amo y necesito a ese bichito divino, la sensación de, - al mirarla-, ver un bebé, una criatura que podía morirse y hacerme una falta que no estaba en mis planes.

Mar, esta perrita de un año y siete meses, que me acompaña desde sólo tres meses menos que esa cifra, la que se constituyó en mi principal familiar en un período de una soledad y dureza mayores a lo que hubiera imaginado en algún momento anterior de mi vida,  en medio de una pandemia aún sin vacunas, atravesó conmigo desiertos que no supo,- quizás, quién sabe- , construyó risas y suavizó lágrimas, jugamos, jugamos, jugamos, fue la caricia que me sostuvo en pie, el día a día de mi tacto y mi ternura, la habitante de mi casa cuando yo no estaba, la principal aliada del camino que estaba sembrando.

Entonces el horror: mi principal familiar podía morirse. Y la culpa, esa visitante que casi había olvidado por completo … Y al rato reaccioné. ¿Culpa?¿ De adoptar a una perra sin tener coequiper? ¿De ser una persona que vive sola con una perra inquieta y dispuesta a todo? ¿Y si no viviera sola? ¿Si alguien estuviera aquí y sin embargo ella, en una distracción de esa posible presencia, hubiera hecho lo mismo? 

No, culpa no. Riesgo. Riesgo como el de todos. Riesgo de que Mar se pueda morir. Riesgo de perder lo que amamos. ¿Preferible no haberlo corrido? No. ¿Menos doloroso? Tal vez sí, pero ¿quién sabe?

¿Será menos dolorosa una vida sin dolor? ¿Será menos dolorosa una vida con menos amplitud afectiva, con más defensas, con más mandatos, preservaciones, prejuicios, PRE todo?

No creo, porque todo lo PRE que no sea presencia, es muerte, es previa, es imaginario al servicio de la evitación, es no amor, es no riesgo.

Y así no me gustaría morirme.


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