los verdaderos pacifistas lloran gritan se enojan y se apasionan
porque prefieren darle de comer al monstruo todos los días
un poquito de imperfección
que dejarlo tan famélico que, -en su ilusión de semidios altivo y anoréxico-
termine comiéndose toda la sangre que requiere reponer las energías
de su santidad, la pureza.
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