Nunca pude completar
series de nada, tampoco he sido de adulta una lectora erudita. Recuerdo una vez
que me encontré con un colega dado a escribir poesía, y después de que me
espetara que se encontraba leyendo todo Kafka y todo Freud, al preguntarme en
qué andaba yo al respecto, le contesté que tejiendo al crochet y leyendo un
poco de Rilke.
No me van las series
de cosas, en nada. Sería incapaz de describir con propiedad por ejemplo qué
clase de hombres me gustan según una tipología convencional, o establecer
alguna serie de características homogéneas con que agrupar a mis amigos más
entrañables.
Quiero decir que es poco
común que me enloquezca toda la obra de un escritor o de un músico, y en cambio
más frecuente que me encante una obra en particular dentro de un conjunto donde
las demás no me impactan, e incluso que con esa sola obra me alcance para
amarlo.
Es cierto que de
chica y de adolescente fui una lectora apasionadamente constante. Hábito que
con los años fue decreciendo en cantidad y frecuencia, no así en intensidad.
Sin embargo por
razones extrañas o no tanto, en los últimos años fui abandonando el hábito de
leer en papel. Algo así como una rapidez extrema, como una voracidad mal
llevada,- parecida más a la ansiedad de quien tiene que resolver rápido un
resumen para un examen-, terminaba paralizándome, concluyendo en abandonar la
lectura.
Entonces empecé a no
avergonzarme al decir sencillamente que no estaba leyendo, excepto uno o dos
libros de cabecera, pero sin pretensiones literarias. Y en cambio, -desbordada
en mi necesidad de expresar-, creo haber escrito en estos últimos tiempos casi
más que en lo que llevo de vida.
Así que me dije: está
muy bien así, hay tiempo para todo. ¿quién te obliga a leer? ¿hay que ser
políticamente correcta en esto también? Sí, claro que es deseable para mí
volver a hacerlo, pero no obligatorio.
Entonces cuando el
otro día salí de una consulta médica de rutina, y me topé con una de las
librerías más apetecibles que uno pueda imaginar, me hice la pregunta: ¿para
qué vas a entrar Claudia querida? ¿para corroborar una vez más tu incapacidad
momentánea de elegir un libro que te interese realmente, comprando alguno de
esos que uno debiera haber leído para luego dejarlos de adorno? Y me dije: si
vas a romper una inercia, con lo difícil que ya sabés que es eso, ponele garra,
escuchá tu intuición, olfateá debidamente y si realmente aparece, ahí sí:
llevalo.
Y entré.
Andaba primero a la
deriva, y luego decidí preguntarle a la vendedora dónde quedaba la sección de
poesía. Había varias. Así que empecé a pispear: eso en mi idioma significa,
abrir el libro y ver qué me transmite esa o esas páginas tomadas al azar.
Y lo que siguió fue
un largo e intrincado periplo en donde abriera lo que abriera, no me convencía.
También yo… ¡qué
exigencias estrambóticas tiene en este momento lo que busco!
¿El conflicto
existencial o el tedio vital de la mayoría de los escritores no leídos por mí
hasta ahora? ¿La tragedia de Gabriela Mistral después de que su hijo adoptivo
se suicidara, la locura de Anne Sexton? Mmm. No estoy queriendo ni Violetas, ni
Alejandras, ni ninguna mujer de toda la saga de suicidadas después de haber
sido intensas y maravillosas. Ni tampoco Cesares Paveses, ni condes de Lautremont:
con todo respeto que merecen. Y es que vengo queriendo algo más bien vitalista.
¿Qué leer ahora
diosito? ¿Qué leer? En el fondo quiero algo erótico, y en lo posible que
exprese el eros de mujer heterosexual, no por discriminación, sí por
identificación. Quiero indagar en las formas en que una mujer y un hombre
pueden vivir su heterosexualidad desde la celebración, y no desde la tragedia o
el dolor, porque Idea hay una sola, y no hay muñón que duela más que lo que
ella ha podido describir, y ya sé llorar mientras escribo, cosa que antes no
sabía ni que fuera posible, así que no.
Y de pronto irrumpió
Gioconda Belli. Sin demasiadas nociones acerca de ella me bastó con leer unas
líneas para sonreír y exclamar para mis adentros: ¡Esto es! ¡Sí!
Entonces con la misma
determinación con que a mis diecipico elegí a Hans Magnus Enzensberger en esa
librería de Once que sentí iniciática, salí feliz con mi Gioconda bajo el
brazo, imaginando lo lindo que podrá ser seguir leyendo un libro que habla de
una mujer que se convierte en enredadera.
Al retornar a casa y
buscar su biografía, me encontré con la militancia, la guerrilla, el
Sandinismo. Pero esa parte hoy me seduce poco, tal vez porque últimamente
descreo de las revoluciones políticas aunque tal vez se trate de una ceguera
momentánea, prefiero las revoluciones de cuerpo pa´dentro, de alma pa´dentro. Vengo
teniendo ganas por ejemplo de descubrir cómo sería una revolución de la
heterosexualidad, esa forma de sentir que necesita reivindicar y encontrar su
propia alegría y frescura en un momento que percibo tan histérico e
insatisfecho, tan “como si”, tan visual e incomunicado, tan carente de coraje,
de matices e intensidades.
Así que, contame Gioconda tu propia revolución mientras voy haciendo la mía. Dale que venzo un poco la inercia y te leo entera.
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